“En la profunda oscuridad, los ojos de Don Mateo no veían nada, pero su voz encendía la llama en el corazón de los jóvenes.”

Alrededor del fuego chispeante en la noche de la sierra, Don Mateo, el anciano ciego del pueblo, permanecía sentado en silencio. La luz danzante iluminaba su rostro lleno de arrugas, pero sus ojos, aunque sin ver, brillaban con la fuerza de sus recuerdos.

Juan, un joven del pueblo, lo miraba con desconcierto. No entendía cómo aquel viejo ciego podía contar historias que tocaban el alma, cuando afuera, la sociedad solo hablaba de tecnología y progreso.

—Don Mateo, ¿por qué insiste en contar esas historias antiguas? —preguntó Juan con cierta incredulidad.

—Si no recuerdas el pasado, nunca sabrás quién eres —respondió el anciano con voz suave y cargada de emoción.

Don Mateo no solo era el guardián de la historia del pueblo, sino también un hombre herido por el paso del tiempo. Antes, dirigía las ceremonias tradicionales; ahora, pocos le prestaban atención, y muchos lo veían como alguien obsoleto.

—Solo quiero que entiendan que la tradición no es una carga, sino nuestra fuerza —le confesó una vez a su esposa, con tristeza en la mirada.

En su interior, Don Mateo cargaba con una soledad profunda y la sensación de ser olvidado. Se preguntaba a menudo si alguien aún escuchaba sus palabras.

Un día, Juan y algunos jóvenes se acercaron al anciano, riéndose y burlándose de sus relatos.

—Debemos avanzar, no vivir en el pasado —dijo uno con desdén.

Pero Juan, recordando las palabras de Don Mateo, defendió:

—No se trata de retroceder, sino de recordar nuestras raíces. Sin ellas, ¿qué somos?

La tensión entre generaciones se hizo palpable, y Don Mateo sintió la brecha crecer.

Esa noche, junto al fuego, Don Mateo narró la historia de sus antepasados, las batallas por la tierra y las tradiciones sagradas que él había vivido y respirado.

Con la voz quebrada y el corazón ardiente dijo:

—Hijos míos, aunque el tiempo cambie, nuestro espíritu permanece. No permitan que la luz del progreso apague la llama de nuestros ancestros.

Juan escuchaba con lágrimas en los ojos, comprendiendo que el viejo ciego le entregaba un regalo invaluable: el orgullo y la fortaleza de un pueblo.

Al día siguiente, Juan y otros jóvenes comenzaron a organizar reuniones para contar esas historias a niños y ancianos del pueblo. No para aferrarse al pasado, sino para inspirar el futuro.

Don Mateo seguía sentado junto al fuego, con sus ojos ciegos pero su corazón lleno de esperanza. Aunque el mundo cambiara, sus historias vivirían siempre en quienes las valoraran.