“Nunca pensé que un niño abandonado de la ciudad salvaría la tradición de nuestro pueblo.”

Elías era el último artesano que aún tallaba máscaras tradicionales en su pequeño taller en el pueblo. Sus manos, endurecidas por los años, moldeaban la madera con el amor y el cuidado que solo un hombre que conoce el alma de su oficio puede tener. Pero últimamente, el taller estaba silencioso, porque nadie joven quería aprender aquella tradición ancestral.

Una tarde de verano, justo cuando el sol comenzaba a esconderse tras las montañas, la puerta se abrió con un chirrido y entró un niño delgado, con el cabello despeinado y mirada tímida.

— ¿Buscas algo, chico? — preguntó Elías con voz cansada.

— Me dejaron aquí por el verano… mis papás dijeron que no tenían tiempo para mí en la ciudad — respondió el niño, con la voz casi en un susurro.

Elías sintió un nudo en el pecho. Él mismo había perdido a su único hijo años atrás y desde entonces evitaba acercarse a otros niños. Pero algo en la fragilidad de aquel niño lo conmovió.

— ¿Quieres aprender a hacer máscaras? — preguntó al fin, con cierta duda.

— ¿Para qué sirven? — replicó el niño, intrigado.

— Para contar historias, para que las nuevas generaciones no olviden de dónde vienen — respondió Elías.

Los días pasaron y Mateo, que así se llamaba el niño, comenzó a aprender. Bajo la paciencia de Elías, descubrió cómo elegir la madera, cómo tallar con cuidado, y cómo pintar con colores vivos. Sin embargo, no todo fue fácil: Mateo a veces se distraía, a veces quería rendirse, y Elías a veces se enfadaba, temiendo que el niño no tuviera suficiente paciencia para el arte.

— No eres un árbol para crecer sin raíces — le dijo un día Elías.

— ¿Y si no quiero crecer aquí? — contestó Mateo, con tristeza en la voz.

El conflicto interno de Mateo entre la libertad de la ciudad y la tradición del pueblo reflejaba también la lucha de Elías por aceptar el futuro sin su hijo.

Llegó la noche de la fiesta tradicional y Mateo usó la máscara que él mismo había creado: una máscara que representaba el espíritu de la montaña, de la fuerza y la protección. Entre la multitud que aplaudía, Mateo sintió miedo y orgullo.

— ¿Soy solo un niño de verano o pertenezco a algo más grande? — pensó.

Elías lo miró con lágrimas en los ojos.

— Ya eres parte de esta historia, y esta historia también es tuya — le dijo.

El verano terminó. Mateo tuvo que regresar a la ciudad y enfrentarse a la realidad de sus padres ausentes. Elías se quedó en su taller, sosteniendo la última máscara que Mateo había hecho, sin saber si volverían a verse.

Pero algo quedó intacto: en aquel pequeño taller, durante ese verano, una historia de vida, memoria y legado se había tejido, y la llama de la tradición seguiría viva, aunque invisible para muchos.