“Si me despiden, que sea porque no me rendí, no porque me callé.”

“Señora Teresa, los recortes son inevitables. Si no acepta, tendrá que buscar otro trabajo.”
La voz del director sonaba firme, pero Teresa sintió que su mundo se desmoronaba. Había dedicado veinte años a enseñar en aquella comunidad olvidada de Oaxaca, y ahora, todo podía terminar en un instante.

Teresa no era una maestra cualquiera. Era hija del cerro, hablaba la lengua de su gente y conocía cada rostro de sus alumnos. Sabía que su sueldo apenas alcanzaba para alimentar a sus hijos, pero nunca pensó en rendirse.

—“No puedo quedarme callada,” le confesó a su amiga Elena una noche.

—“Si acepto, ¿qué mensaje les doy a los niños? Que su educación no vale nada.”

Pero la presión aumentaba. Los funcionarios del gobierno querían reducir su salario y el de sus compañeros, alegando “crisis presupuestaria”. Teresa sabía que si se oponía, podría perder su empleo. Y eso le aterraba.

Cada mañana, Teresa miraba a sus estudiantes con amor y esperanza, pero también con miedo.

—“¿Y si mañana no regreso? ¿Qué será de ustedes?” — dijo una vez, tratando de ocultar su ansiedad.

Los niños, aunque pequeños, entendían la gravedad. Entre ellos, estaba Miguelito, un chico tímido pero con un brillo especial en los ojos.

Un día, después de clase, Miguelito se acercó y le dijo:

—“Señora Teresa, si usted pelea por nosotros, nosotros pelearemos con usted. Aprenderemos más, para que nadie pueda quitarnos lo que es nuestro.”

La noticia del recorte se difundió rápido en el pueblo. Pero en vez de desanimarse, los niños empezaron a estudiar con más dedicación.

—“¿Por qué estudian tanto?” — preguntó un maestro visitante.

Miguelito respondió con orgullo:
—“Porque queremos que la maestra Teresa se quede. Y porque queremos demostrar que nuestra educación es valiosa.”

Las noches de Teresa se llenaron de hojas y libros que sus alumnos le llevaban para mostrar sus progresos. Sentía orgullo, pero también tristeza al saber que su futuro pendía de un hilo.

Un día, Teresa fue llamada a una reunión decisiva. Con el corazón encogido, supo que la presión era máxima. La invitaron a firmar su renuncia “voluntaria” o enfrentar el despido.

—“No puedo traicionar a mis estudiantes,” dijo Teresa con voz firme, aunque temblaba por dentro.

Los días siguientes fueron de incertidumbre. Miguelito y sus compañeros organizaron una pequeña manifestación en la plaza del pueblo, con carteles hechos a mano que decían:
“Queremos a la maestra Teresa” y “La educación no tiene precio.”

Teresa no fue despedida, pero tampoco le aumentaron el sueldo. La lucha continúa, y ella sabe que no es solo por su salario, sino por el derecho de todos los niños a una educación digna.

Una tarde, mientras veía a Miguelito entregar un libro a un compañero, pensó:

—“Quizás no ganamos todo hoy, pero ellos ya ganaron lo más importante: el valor de luchar y de aprender.”