Amia y el canto del desierto

El sol nacía despacio sobre las lomas polvorientas del norte de México, tiñendo el horizonte de cobre y miel. El viento traía consigo el olor a tierra seca, a cactus y a promesas que el desierto nunca terminaba de cumplir.

Allí, entre sombras largas y casas hechas de barro y latas, vivía Amia, una niña de doce años con el cabello tan oscuro como la noche sin luna y los ojos del color del café recién molido.

Amia vivía con su abuela Doña Tecla, una mujer huesuda y fuerte, curtida por el sol y las ausencias. Su padre había partido con una caravana de vaqueros hacía años, buscando trabajo en las minas del norte, y nunca volvió. De su madre, solo quedaban algunos recuerdos: una canción de cuna, un pañuelo de flores y el eco de una voz dulce que se deshacía cada noche en los sueños de la niña.

El pueblo se llamaba San Lucero del Río, aunque hacía tiempo que el río no llevaba agua. La gente decía que Dios lo había olvidado, pero Amia creía que solo dormía bajo la arena, esperando una historia lo bastante bella para despertar.

I. La niña del pozo seco

Cada mañana, Amia bajaba al pozo del pueblo, un agujero viejo donde el agua apenas asomaba. Llenaba una lata oxidada y regresaba al rancho cantando. Su voz era suave, temblorosa, pero tenía algo que hacía que hasta las cabras levantaran la cabeza para escuchar.

—Esa niña canta como si el mundo todavía fuera bueno —decían los hombres en la cantina.

Pero lo decían sin burla, con una especie de nostalgia.

La abuela Tecla le enseñaba refranes y oraciones, y con lo poco que tenían cocinaba milagros: frijoles con esperanza, tortillas con ternura. En las noches de viento, le contaba cuentos de los tiempos en que el desierto era un mar y los caballos tenían alas.

—Y tú, Amia, ¿qué quieres ser cuando crezcas? —preguntaba la vieja mientras remendaba ropa ajena a la luz de una vela.
—Quiero cantar —decía la niña—. Pero no en la cantina, abuela. Quiero cantar para que vuelvan las lluvias.

Doña Tecla reía, y en sus arrugas se escondían todos los secretos del mundo.

II. El forastero de los caminos

Una tarde de abril, mientras el sol se derretía sobre el horizonte, llegó al pueblo un forastero. Venía montado en un caballo blanco y traía una guitarra al hombro. Tenía la piel tostada, la barba desordenada y los ojos cansados de tanto mirar caminos.

Se llamaba Elias, aunque pocos se lo creyeron. En esos pueblos, los hombres sin pasado eran como los espejismos: hermosos, pero fugaces.

Esa noche, Elias se sentó frente a la cantina y comenzó a tocar. Las notas salían lentas, tristes, como si buscaran a alguien perdido. Amia lo escuchó desde la ventana de su casa y se quedó inmóvil, sintiendo que algo se movía dentro de ella, algo que no sabía nombrar.

—Abuela, ¿escucha eso? —susurró.
—Es solo un hombre y su guitarra, niña. No te acerques mucho. Los forasteros traen viento.

Pero Amia no pudo evitarlo. A la mañana siguiente, cuando Elias afinaba su instrumento bajo la sombra de un mezquite, ella se acercó con timidez.

—¿De dónde vienen las canciones? —preguntó.
El hombre sonrió, mostrando un diente de oro.
—De donde vienen las lágrimas y los sueños, chiquilla. De adentro.

Desde ese día, Amia empezó a visitarlo cada tarde. Elias le enseñó a pulsar las cuerdas, a reconocer el silencio entre las notas.
—No se trata solo de cantar bonito —le decía—. Se trata de decir la verdad, aunque duela.

III. Hambre y esperanza

El verano llegó sin lluvias. Las cabras morían de sed, el polvo cubría las calles, y el hambre empezaba a morder como un animal pequeño pero insistente.

Doña Tecla enfermó. Tosía y se quedaba sin aliento. Los remedios costaban más de lo que tenían. Amia, desesperada, buscó ayuda.

—Podrías cantar en la cantina —le dijo Elias.
—Mi abuela no quiere. Dice que allí la gente bebe las penas.
—Y tú podrías cantarlas —respondió él—. No es vergüenza ganar pan con la voz.

Amia lo pensó. Aquella noche, bajo un cielo sin estrellas, entró en la cantina. Los hombres dejaron de hablar. Nadie entendía qué hacía una niña allí. Pero cuando Amia empezó a cantar, el silencio se volvió un manto.

Cantó sobre el río dormido, sobre las madres que esperan, sobre los hijos que se pierden entre el polvo. Su voz temblaba, pero no se rompía. Cuando terminó, alguien soltó una moneda. Luego otra. Y otra.

Esa noche, por primera vez, hubo sopa caliente en la casa de barro.

IV. Las cartas del norte

Con lo que ganaba, Amia compró papel y tinta. Elias le enseñó a escribir.
—Cada palabra es como una cuerda de guitarra —le explicaba—. Si la tocas con cuidado, suena bonito.

La niña comenzó a escribir cartas a su padre, aunque no sabía si seguía vivo.
“Papá, aquí el río sigue dormido. Pero yo canto para que despierte.”

Cada carta era una oración. Las dejaba en el buzón del pueblo, aunque sabía que el cartero ya no pasaba por allí.

Una noche, mientras practicaba una canción nueva, Elias le entregó un sobre.
—Llegó esto desde Sonora. A tu nombre.

Amia lo abrió con las manos temblorosas. Era la letra de su padre. Decía que había trabajado en las minas, que había enfermado, pero que soñaba con volver. En el sobre venía también un pequeño colgante de plata en forma de luna.

La niña lo apretó contra su pecho.
—¿Ve, abuela? El río no se ha olvidado de nosotros.

V. El día que llovió fuego

El desierto es caprichoso. A veces calla durante años y luego ruge de golpe.
Una tarde, el cielo se tornó violeta, y una tormenta de arena se levantó con furia. Las casas se cerraron, los burros se escondieron, y el aire se llenó de un grito antiguo.

Amia buscó refugio con su abuela, pero el techo empezó a temblar. Elias corrió hacia ellas y, cubriéndolas con su poncho, las llevó al viejo pozo. Allí esperaron horas, hasta que el viento se cansó de destruir.

Cuando salieron, el pueblo era otro. La cantina había caído, el mezquite estaba arrancado de raíz, y el aire olía a polvo y miedo. Pero también había algo nuevo: una gota. Luego otra. Y otra más.

La lluvia.

Amia levantó la cara, riendo y llorando al mismo tiempo. El agua corría por sus mejillas como si el cielo le respondiera por fin.
—¿Lo ve, abuela? ¡El río despertó!

VI. La última canción de Elias

Con el paso de los meses, el pueblo comenzó a revivir. Las semillas germinaron, las cabras parieron, y el río volvió a murmurar entre las piedras.

Elias, sin embargo, se veía más cansado. Una mañana, le dijo a Amia que debía seguir su camino.
—Los músicos somos como el viento, niña. No podemos quedarnos mucho tiempo en un solo lugar.
—Pero… ¿y mis canciones? —preguntó ella, con los ojos llenos de lágrimas.
—Tus canciones ya son tuyas. Y eso nadie te lo puede quitar.

Le dejó la guitarra.
—Para que sigas cantando cuando el viento se canse.

Amia lo vio alejarse entre la bruma del amanecer, y el sonido de los cascos del caballo se confundió con el latido del desierto.

VII. Amia y el canto del río

Pasaron los años. Amia creció. Su voz se volvió más firme, más profunda, como si el desierto hablara a través de ella. Fundó una pequeña escuela de canto para los niños del pueblo, donde enseñaba a usar la voz para contar historias y curar tristezas.

A veces, los viajeros que cruzaban San Lucero se detenían a escucharla. Decían que su canto hacía florecer los nopales y que los coyotes callaban para oírla.

Una tarde, mientras el sol caía sobre el río resucitado, Amia compuso una canción nueva. Se llamaba “La lluvia que aprendió a cantar”.

En ella contaba la historia de una niña pobre que soñó con despertar un río dormido.
Y al final, escribió una dedicatoria en un cuaderno viejo:

“Para mi abuela Tecla, que me enseñó que el amor también se cocina con frijoles.
Para Elias, el hombre que me dio una guitarra cuando el mundo me dio silencio.
Y para mi padre, que sigue el cauce del río en el cielo.”

El eco de su voz viajó por los llanos, tocó los cactus, las piedras, los pájaros.
Y dicen que esa noche, el agua del río sonó como si cantara con ella.

VIII. Epílogo

San Lucero del Río volvió a tener vida. Las mujeres tejían al atardecer, los niños corrían descalzos, y cada domingo, en la pequeña plaza, Amia reunía al pueblo para cantar.

Llevaba el colgante de luna en el cuello y la guitarra de Elias en las manos. Su voz, suave y luminosa, llenaba el aire con una esperanza antigua, esa que el desierto había guardado bajo la arena durante tanto tiempo.

Cuando terminaba, solía decir:

—El agua vuelve donde escucha su nombre. Y las canciones también.

Y entonces el público guardaba silencio. Un silencio de respeto, de fe, de amor.

Porque todos sabían que Amia no solo cantaba para ellos. Cantaba para despertar al mundo.


Fin. 🌙