“El Último Perfume de la Calle Chapultepec”
En las calles grises de Ciudad de México, donde el aire huele a gasolina, a maíz tostado y a sueños que nunca llegaron, vivía un hombre al que todos conocían como El Loco del Perfume. Nadie sabía su nombre real, ni de dónde había venido. Algunos decían que era cubano, otros que había sido maestro en Guadalajara, otros que simplemente había nacido allí, entre los callejones, como si la ciudad misma lo hubiera parido una madrugada de invierno. Dormía junto a un contenedor, en la esquina de Avenida Chapultepec, envuelto en cartones y mantas rotas, y sin embargo, cada mañana, después de lavarse con una botella de agua de la fuente pública, sacaba de su bolsa un frasco viejo y se lo rociaba en el cuello. A veces era Chanel, otras Carolina Herrera, a veces una colonia barata de Avon o un frasco sin etiqueta que había encontrado entre la basura. No importaba la marca. Los colocaba frente a él como si fueran trofeos o reliquias sagradas, los observaba con devoción, y elegía uno con una sonrisa suave. —Hoy huele a esperanza —murmuraba siempre.

La gente del barrio se había acostumbrado a verlo. Los niños lo saludaban con curiosidad, los perros callejeros lo seguían como si fueran sus guardianes silenciosos. Los adultos, en cambio, lo miraban con desprecio. “Loco, ¿pa’ qué quieres oler bien si vives entre basura?”, le gritó una vez un joven, riendo con burla. El hombre lo miró sin enojo, con esa calma que solo tienen los que ya lo perdieron todo, y respondió: —Porque lo que huele bonito… atrae cosas bonitas.
Esa frase se quedó flotando en el aire como el aroma que dejó su perfume. Algunos rieron, otros bajaron la mirada, sin saber por qué aquella respuesta les dolió un poco.
Se llamaba, aunque ya nadie lo recordara, Ernesto Ramírez. Había sido profesor de historia en una preparatoria de Veracruz. Tenía una esposa, una hija pequeña y una vida sencilla, marcada por el olor a libros, a café y a tiza. Pero un incendio acabó con su casa, su familia y sus ganas de vivir. A veces, en las madrugadas frías, cuando el ruido de los coches se desvanecía y solo quedaba el silencio, Ernesto cerraba los ojos y aún escuchaba la risa de su hija, el murmullo de su esposa diciéndole “ponte un poco de perfume, que hoy huele a domingo”. Desde aquel día, no pudo dejar de hacerlo. Era su manera de mantenerlas vivas. Cada frasco que encontraba entre la basura era, para él, una carta del pasado, una promesa de que los olores también pueden guardar los recuerdos.
Una mañana de invierno, mientras los primeros rayos del sol se filtraban entre los edificios, una mujer se detuvo frente a él. Era joven, llevaba una bufanda roja y una carpeta llena de papeles. —Buenos días —dijo ella—. ¿Por qué siempre perfume? El hombre levantó la vista, sorprendido. No estaba acostumbrado a que alguien le hablara sin miedo ni lástima. —Porque un olor bonito puede salvarte la vida —respondió después de un silencio. Ella frunció el ceño, sin entender. Ernesto sonrió. —En los albergues, si hueles mal, te golpean o te roban. Pero si hueles bien… te respetan. Si huelo como alguien con hogar… quizá algún día lo tenga.
La mujer se llamaba Clara. Era trabajadora social en una organización pequeña del centro. Desde ese día empezó a visitarlo cada mañana. Le llevaba café con pan dulce, libros usados, y a veces simplemente se quedaba sentada junto a él, escuchando sus historias. Descubrió que aquel “loco” hablaba con una elegancia que no correspondía a su ropa rota. Citaba a Octavio Paz, a García Márquez, a Benito Juárez. Tenía un modo de mirar el mundo como si aún pudiera encontrar belleza entre los escombros. Un día, mientras llovía, ella le preguntó: —¿Extrañas algo?
Él la miró, con los ojos llenos de melancolía. —No se puede extrañar algo que sigue oliendo a ti —susurró—. Todavía sueño con el perfume de mi hija cuando se quedaba dormida en mis brazos.
A medida que los días pasaban, Clara fue contagiándose de su ternura silenciosa. Comenzó a compartir su historia en redes: “No es loco. Es sobreviviente. Huele a esperanza.” La publicación se volvió viral. Cientos de personas comenzaron a visitarlo, a dejarle frascos de perfume, ropa limpia, comida caliente. Él aceptaba los regalos con humildad, pero siempre con la misma rutina: rociar su cuello, cerrar los ojos y decir: —Hoy huele a comienzo.
Un barbero del barrio le ofreció un corte gratis. Una mujer le regaló un traje gris casi nuevo. Y poco después, una biblioteca comunitaria, enternecida por su historia, le ofreció trabajo como encargado de mantenimiento y limpieza.
El día que llegó a la biblioteca, Ernesto se detuvo frente a la puerta. Tenía las manos temblorosas. El guardia lo saludó con respeto, y él, antes de entrar, sacó de su bolsillo un frasco casi vacío. Lo abrió con cuidado y se roció discretamente. —Ahora sí —dijo con una sonrisa apenas visible—. Huele a comienzo.
Durante semanas limpió pasillos, acomodó sillas, barrió el polvo de los libros viejos. Pero lo que más amaba era el olor: papel antiguo, madera, tinta. A veces se quedaba leyendo fragmentos de historia, recordando las clases que alguna vez dio. En su interior, algo empezaba a florecer otra vez, algo que ni la pérdida ni la pobreza habían podido arrancarle del todo.
Una tarde, una maestra de literatura lo reconoció por una vieja fotografía en una publicación local. “Usted… usted era el profesor Ramírez, ¿verdad?” Él dudó unos segundos antes de responder. —Sí, lo fui. Ella lo abrazó sin decir palabra. Y por primera vez en muchos años, Ernesto sintió que no olía a soledad.
Con el tiempo, Clara y Ernesto se hicieron inseparables. Ella lo invitaba a escuelas, a charlas, a hablar de dignidad y esperanza. “El perfume —decía él frente a los estudiantes— no es vanidad. Es un recordatorio. Cuando te perfumas, estás diciendo: aún me importa quién soy. Aún creo que puedo gustar al mundo.” Los chicos lo escuchaban en silencio, algunos con lágrimas, otros con sonrisas.
En una de esas charlas, un niño le preguntó: —¿Qué fue lo más difícil de vivir en la calle?
Ernesto pensó por un momento y respondió: —Mirarme al espejo… y no tener olor a nadie.
Esa frase quedó grabada en la memoria de todos los que lo escucharon. Porque en esas palabras no había tristeza, sino verdad. El perfume, entendieron, no era un lujo; era su manera de aferrarse a la humanidad.
Años después, cuando Clara enfermó y fue internada en un hospital, Ernesto la visitó cada día con un pequeño ramo de flores de mercado y un frasquito de perfume. —Para que el cuarto huela a vida —decía siempre. Ella reía, débil, y lo llamaba “mi ángel perfumado”. El día que ella murió, él se quedó solo otra vez, pero no volvió a las calles. Los vecinos del barrio se unieron para ayudarlo, y la biblioteca le ofreció un cuarto pequeño para vivir. Desde su ventana se veía el cielo gris de la ciudad, los techos de lámina, las luces lejanas del Zócalo.
Cada mañana seguía con su ritual: agua en la cara, perfume en el cuello, sonrisa leve. “Hoy huele a recuerdo”, murmuraba a veces. Otras, simplemente decía: “Hoy huele a ella”.
Una noche de noviembre, cuando la ciudad se preparaba para el Día de Muertos, Ernesto salió al patio de la biblioteca. Colocó una pequeña ofrenda con velas, flores de cempasúchil y, entre ellas, una hilera de frascos vacíos. Cada uno representaba una etapa de su vida: uno por su esposa, otro por su hija, otro por Clara, y otro por sí mismo.
Encendió una vela y susurró: —Gracias por no dejarme perder el olor del alma.
A la mañana siguiente, lo encontraron dormido en su silla, con el frasco de perfume en la mano y una expresión de paz. Había partido suavemente, como se apaga un aroma al final del día.
Los vecinos lo despidieron con flores y música. En su tumba, alguien escribió:
“Aquí descansa Ernesto Ramírez — El Loco del Perfume. Que el cielo siempre huela a esperanza.”
Desde entonces, cada año, alguien anónimo deja en su lápida un frasquito de colonia abierta. Nadie sabe quién lo hace, pero el aire alrededor de su tumba siempre huele a limpio, a jazmín, a ternura.
Y cuando el viento sopla entre los árboles del panteón, algunos dicen escuchar su voz, suave como un suspiro:
—Hoy huele… a eternidad.