Un niño lustrabotas esconde sueños entre libros viejos, enfrentando la pobreza para escribir su propia historia de esperanza.

Entre los gritos de los vendedores ambulantes y el aroma de tacos al pastor en el Mercado Libertad (San Juan de Dios) de Guadalajara, había un rincón especial, junto a una cafetería antigua, donde se sentaba todos los días un niño llamado Mateo, de 12 años, con la vieja caja de lustrar que su papá le había dejado. Tenía el cabello alborotado, los ojos brillantes pero casi siempre bajos. Mateo no solo era bueno lustrando zapatos… también era experto en esconder libros.

Cada mediodía, cuando los señores se lavaban la cara, tomaban café o dormían una siesta, Mateo sacaba a escondidas un pequeño libro de debajo del tablón: “Pedro Páramo” de Juan Rulfo, que había “tomado prestado” de la librería de segunda mano cercana.

— “¿Leer para qué, si no te da ni para un pan?” — se burlaban otros boleritos.

Mateo no contestaba. En su cabeza, las letras construían otro mundo. Un mundo sin zapatos sucios, sin tripas vacías. Un mundo con historias… y con sueños.

Mateo vivía con su abuela, Doña Chabela, quien años atrás era famosa en la colonia por sus tamales. Cuando llovía, le contaba historias del pasado, y siempre le recordaba:

“Mijo, uno no necesita tener mucho para soñar, pero sí necesita tener raíces.”

Un día, Mateo decidió escribir su propia historia: la de un niño bolerito que soñaba con ser escritor. Usó hojas recicladas y una pluma que su abuela le había dado cuando aún iba a la escuela.

Llevó el manuscrito a la librería para que el dueño lo leyera. Pero él solo rió y negó con la cabeza:

“Esto no se vende, chamaco. Aquí la gente quiere narconovelas o dramas, no cuentitos.”

Mateo se sintió triste, pero no se rindió. Siguió escribiendo.

Hasta que una tarde, al volver a casa, unos ladrones le quitaron su caja de lustrar – su única fuente de ingreso para él y su abuela.

Se dejó caer en la banqueta, con lágrimas silenciosas corriendo por su rostro.

“¿Y ahora qué voy a hacer, abuela?”

Doña Chabela no dijo nada. Al día siguiente, vendió en secreto sus viejas ollas de tamales y le compró a Mateo una nueva caja… y una pequeña cajita de madera.

“Para que guardes tus palabras, mi niño. Nunca las dejes morir.”

Llegó el Día de los Muertos. Mateo armó un altar con la foto de su abuelo — un músico mariachi al que nunca conoció. Su abuela decía que él vivió con poco, pero murió con una canción en el corazón.

Mateo colocó en el altar una hoja de su cuento inconcluso. Luego susurró:

“Si me estás escuchando, abuelito… ayúdame a seguir soñando.”

Esa misma noche, como por milagro, llegó un hombre elegante a lustrarse los zapatos. Llevaba saco, gafas y mientras esperaba, leyó unas páginas que Mateo había dejado a un lado.

Después de un rato, le preguntó:

“¿Esto lo escribiste tú?”

Mateo asintió, nervioso.

“Soy editor. Esto tiene alma. Escríbeme el final, y te prometo que lo leo completo.”

Semanas después, Mateo recibió un paquete. Adentro, un pequeño libro con la portada que decía:

“El bolerito que soñaba con palabras – por Mateo Ramírez”

En la primera página, una dedicatoria:

“A mi abuela, a mi abuelo, y a todos los niños que escriben desde el alma, aunque nadie les enseñó cómo.”

El libro no vendió mucho, pero fue leído en la escuela de Mateo. Se convirtió en el primer niño de su barrio en tener su nombre impreso en un libro.

Por las tardes, después de clases, aún lustraba zapatos. Pero ya no escondía su libro. Lo colocaba con orgullo sobre la caja de madera que le regaló su abuela. Un día, vio a otro niño curioso, mirando su cuaderno.

Mateo le sonrió y dijo:

“¿Tú también escribes? Pásame tu cuento. Yo lo leo.”

Los sueños, por pequeños que parezcan, pueden nacer del polvo de la calle, del eco de un mariachi, o de una hoja vieja con palabras torcidas. En México — tierra de fe, de lucha y de historias — el camino de Mateo demuestra que todo niño tiene derecho a soñar… y a ser escuchado.