Se hizo pasar por un simple taxista para descubrir si su esposa lo engañaba… pero jamás imaginó escuchar esas palabras saliendo de su boca.


Milonario disfrazado de taxista, lleva a su propia esposa lo que ella le confiesa durante el viaje lo destroza.

La lluvia golpeaba el parabrisas del viejo taxi amarillo mientras Pablo ajustaba la gorra de conductor que había comprado esa misma mañana. 

Sus manos, acostumbradas a firmar contratos millonarios, ahora temblaban ligeramente sobre el volante desgastado. Nunca imaginó que llegaría a esto. Espiar a su propia esposa disfrazado de taxista.

Pablo había construido un imperio empresarial desde la nada. A susent y tantos años era dueño de una cadena de hoteles de lujo que se extendía por todo el país. Su nombre aparecía regularmente en las páginas de negocios de los principales periódicos y su rostro era reconocido en los círculos más exclusivos de la sociedad.

Pero esa mañana, sentado en un taxi prestado por Fernando, su chófer de confianza, se sentía como el hombre más pobre del mundo.

Todo había comenzado una semana atrás cuando encontró un mensaje de texto en el teléfono de Catarina que cambió su mundo para siempre. “Nos vemos mañana a las 3, como siempre. Te amo”, decía el mensaje de un número desconocido.

Su esposa, la mujer con quien había compartido tantos años de matrimonio, la madre de sus hijos, tenía una aventura.

Catarina era todo lo que Pablo había soñado en una mujer: elegante, inteligente, con una sonrisa que podía iluminar cualquier habitación. Se habían conocido cuando él apenas comenzaba su negocio y ella había estado a su lado durante todos los años de lucha y éxito, o al menos eso creía él.

La idea del disfraz surgió cuando Pablo se dio cuenta de que contratar a un detective privado sería demasiado arriesgado. En su posición, cualquier filtración podría arruinar no solo su matrimonio, sino también su reputación empresarial.

Fernando, que había trabajado para la familia durante años, fue quien sugirió la idea descabellada.

“Señor Pablo,” había dicho Fernando con su característica prudencia, “si realmente quiere saber la verdad sin que nadie se entere, tiene que ser usted mismo quien la descubra. Puedo conseguirle un taxi y enseñarle a manejarlo con una gorra y unos lentes. Nadie lo reconocerá.”

Al principio, Pablo rechazó la idea por considerarla ridícula. Pero mientras más lo pensaba, más sentido tenía. Catarina nunca sospecharía que su esposo millonario estaría conduciendo un taxi por las calles de la ciudad.

Durante tres días, Fernando le enseñó los aspectos básicos de ser taxista: cómo usar el taxímetro, las rutas más comunes, cómo comportarse con los pasajeros. Pablo se sorprendió de lo mucho que no sabía sobre la ciudad que creía conocer también desde las ventanas de sus lujosos automóviles.

El cuarto día, Pablo se instaló en una esquina cercana al elegante centro comercial donde Catarina solía hacer sus compras. Llevaba puestos unos lentes oscuros, una gorra desgastada y una camisa a cuadros que había comprado especialmente para la ocasión.

Se había dejado crecer la barba durante varios días, cambiando completamente su apariencia habitual. Durante horas esperó observando cada auto que pasaba, cada persona que caminaba por la acera. Su corazón latía aceleradamente cada vez que veía una figura femenina que se pareciera remotamente a su esposa.

Pasadas las dos de la tarde, Pablo comenzaba a pensar que tal vez había cometido una locura. El sudor le empapaba la espalda, no solo por el calor sofocante dentro del taxi, sino por la ansiedad que lo devoraba. Entonces la vio.

Catarina salió del centro comercial con su característico paso elegante, el paraguas negro contrastando con su abrigo beige. Su corazón dio un vuelco. No estaba sola. A su lado caminaba un hombre alto, de unos cuarenta años, con el cabello peinado hacia atrás y una sonrisa que se le clavó a Pablo como una daga.

Los observó mientras charlaban animadamente. El hombre le tomó la mano a Catarina por un instante, y ella no se la quitó. Pablo sintió cómo algo dentro de él se rompía, pero contuvo el impulso de salir del coche. Tenía que saber más.

El hombre se despidió con un beso en la mejilla —demasiado lento, demasiado íntimo— y se marchó en un sedán oscuro. Catarina, en cambio, levantó la vista para buscar un taxi. Pablo, con el corazón desbocado, vio cómo su esposa levantaba la mano y… se dirigía directamente hacia él.

—Buenas tardes —dijo Catarina al abrir la puerta trasera del taxi, sin reconocerlo—. ¿Podría llevarme a la calle Los Álamos 215?

Pablo asintió, sin atreverse a pronunciar palabra. Puso el taxi en marcha. La lluvia había regresado, ligera pero persistente, como si el cielo también lo espiara todo.

Durante los primeros minutos reinó un silencio incómodo. Catarina miraba por la ventana, distraída, con esa expresión melancólica que él conocía tan bien. De pronto, ella suspiró profundamente y dijo:

—¿Sabe, señor? A veces pienso que me casé con el hombre equivocado.

Pablo casi pisa el freno.

—¿Ah… sí? —alcanzó a murmurar, fingiendo una voz más grave.

—Sí —respondió ella, sin apartar la mirada del cristal empañado—. Mi esposo… es un buen hombre, supongo. Pero hace años que dejó de mirarme. Siempre está ocupado, viajando, hablando de negocios, de dinero. Y yo… —su voz se quebró apenas— me cansé de ser un adorno en su vida.

Las palabras lo golpearon más fuerte que cualquier traición. Catarina continuó:

—Encontré a alguien que me escucha, que me mira como si yo todavía importara. No sé si lo amo… o si solo amo cómo me hace sentir. Pero con él me siento viva.

Pablo no podía hablar. Su garganta estaba cerrada. Apenas lograba mantener el taxi derecho. El motor rugía débilmente mientras la lluvia aumentaba, borrando las luces de la ciudad en un velo gris.

—¿Y su esposo no sabe nada? —preguntó, tratando de mantener la voz firme.

Catarina negó con la cabeza.

—No. Y tal vez sea lo mejor. Si lo supiera… creo que se derrumbaría. A veces pienso que lo amo todavía, pero es un amor cansado. Como una casa vacía que alguna vez fue hermosa.

El silencio volvió, más denso que nunca. Cuando llegaron a destino, Catarina sacó el dinero de su bolso.

—Gracias, señor —dijo amablemente, sin saber que estaba mirando a los ojos al hombre que acababa de destruir con sus palabras.

Pablo solo asintió. No pudo responder. Cuando ella cerró la puerta y se perdió entre los árboles del jardín, él apoyó la frente sobre el volante. La lluvia seguía cayendo, mezclándose con las lágrimas que ya no pudo contener.

El millonario disfrazado de taxista había descubierto la verdad.
Pero lo que más dolía no era la infidelidad…
Era comprender que, de alguna manera, había sido él quien empujó a su esposa a los brazos de otro.