“El sonido del barro”

En un pequeño pueblo de Oaxaca, donde las montañas huelen a café y el aire se llena de canto de grillos al caer la tarde, vivía Don Mateo Cruz, un alfarero que hacía cantar al barro.

Pero Mateo no oía nada.
Había perdido la audición siendo niño, tras una fiebre que casi le roba la vida.

Desde entonces, el silencio fue su mundo.
Sin embargo, el barro… el barro sí le hablaba.

Aprendió el oficio mirando las manos de su madre, observando cómo giraban el torno, cómo moldeaban la tierra húmeda. Nunca escuchó el silbido del viento ni el murmullo del agua, pero sentía sus vibraciones. Decía que la tierra le contaba secretos en las yemas de los dedos.

—¿Cómo sabes cuándo una pieza está viva? —le preguntaban los jóvenes del pueblo.
—Cuando el barro deja de temblar —respondía, sonriendo.

Cada amanecer, caminaba descalzo hasta el río. Tocaba el agua, tomaba un puñado de tierra y la olía.
—Hoy suena bien —decía en voz baja, aunque no podía oírla.

Sus cántaros eran distintos: ligeros, firmes, con líneas que parecían danzar. Los compradores de la ciudad los llamaban “los cántaros que respiran”. Ninguno sabía el secreto: cada pieza estaba moldeada al ritmo del corazón de Mateo.

Una vez, una joven artista llegó de la capital para aprender de él. Llevaba una cámara, una libreta y muchas preguntas.
Mateo solo le ofreció silencio. Y barro.

Durante semanas, ella lo observó trabajar. No hablaban mucho. Pero una tarde, mientras el sol doraba el taller, Mateo le tomó las manos y la hizo girar el torno.
—No mires —le dijo escribiendo sobre la arena—. Siente.

Ella cerró los ojos. Sintió el peso del barro, el giro lento, la textura tibia.
Y lloró.

Aquel día entendió lo que Mateo había comprendido desde niño: que crear no es escuchar ni ver. Es sentir cómo el mundo late dentro de uno mismo.

Cuando Mateo murió, el pueblo entero lo despidió dejando una vela sobre sus vasijas. Nadie habló.
Solo el viento se llevó el aroma de la tierra mojada.

En su tumba, los niños del taller de cerámica colocaron una placa de barro cocido con una inscripción:

“Aquí descansa quien oyó la música del mundo sin tener oídos.”

Hoy, su taller sigue vivo.
Las manos nuevas amasan la tierra y moldean sueños.
Dicen que, a veces, cuando el torno gira al amanecer, se escucha —muy leve, muy hondo— un suspiro en el aire.
Como si el barro siguiera cantando…
con la voz de Mateo.