“El día que mi padre y yo salvamos a un gigante del bosque”

El amanecer en la Sierra de Chihuahua siempre tiene algo de misterio. Hay días en que el sol apenas se asoma detrás de los cerros, y el aire huele a resina, tierra húmeda y a ese café fuerte que mi papá prepara cada mañana antes de salir al monte. Yo tenía doce años cuando ocurrió aquel día que jamás olvidaría, el día en que aprendí que los gigantes también pueden caer… y que a veces basta un corazón terco para levantarlos. Vivíamos en una pequeña cabaña de madera a las afueras de Creel, justo al borde de un camino de tierra que serpenteaba entre los pinos. Mi papá, don Julián, era guardabosques desde antes de que yo naciera. Lo conocían todos los camioneros, los leñadores, los pastores y hasta los coyotes que de noche rondaban cerca del basurero del pueblo.

Era un hombre callado, de manos grandes y voz firme, pero cuando hablaba del bosque se le ablandaban los ojos. “El monte tiene alma, hijo”, solía decirme mientras llenaba su termo de café. “Y quien no lo escucha, termina perdido.” Esa mañana el frío calaba los huesos. La neblina bajaba entre los árboles como una sábana blanca, y cada vez que respiraba salía de mi boca una nubecita de vapor. Yo estaba terminando de ponerme las botas cuando escuché un ruido raro. No era el típico crujir de ramas por el viento. Era algo más… como un quejido, profundo y dolido, que venía desde el fondo del bosque. “¡Papá, ven! ¡Creo que hay algo allá!”, grité mientras agarraba mi chamarra y salía corriendo.

Mi padre levantó la vista del café, tomó su linterna y siguió mis pasos. “¿Dónde, Caleb?” —así me decía, porque le gustaba ese nombre que había leído en una vieja Biblia—. “Por allá, junto al pozo viejo”, respondí. Ese pozo estaba a medio kilómetro de la cabaña. Lo habían usado décadas atrás los mineros, y mi padre lo había marcado como “zona peligrosa”. El camino era puro lodo y raíces. Mis botas se hundían a cada paso, pero el sonido se hacía más claro. Era un gemido largo, como si la montaña llorara. Cuando llegamos, el corazón me dio un vuelco: al fondo del pozo, atrapado entre barro y ramas, había un alce enorme —bueno, aquí en México les decimos ciervos grandes o venados almizcleros, pero este era distinto, más alto, con cornamenta ancha y mirada triste—. Sus patas traseras estaban hundidas, y cada vez que intentaba moverse el fango lo jalaba más. “Santo cielo…”

murmuró mi padre, quitándose el sombrero. “¿Cómo carajos llegó hasta acá?” Me quedé sin palabras. Solo podía ver cómo respiraba con dificultad, echando vapor por el hocico. “¿Está vivo, pa’?” pregunté con voz temblorosa. “Sí, hijo… pero por poco. Si no lo sacamos pronto, se lo va a tragar el lodo.” Papá sacó su radio y pidió apoyo a los otros guardabosques. Mientras tanto, bajó una cuerda gruesa que siempre cargaba en la camioneta y la amarró a un pino cercano. “No te acerques demasiado”, me advirtió. Pero yo no podía quedarme quieto. Me agaché al borde y miré esos ojos grandes, llenos de miedo y cansancio. “Tranquilo, amigo… no te vamos a dejar solo.” Cuando los compañeros de papá llegaron, comenzó la operación. Trajeron un arnés especial, una polea vieja y hasta una camioneta adaptada para jalar peso. Mi papá se ofreció a bajar unos metros con la cuerda para revisar al animal. Le hablaba en voz baja, como si le contara un secreto.

“Aguanta, gigante… ya mero sales de aquí.” Yo me quedé arriba, sosteniendo una linterna y observando cómo el animal lo miraba con una mezcla de dolor y esperanza. En ese momento, algo dentro de mí se encendió. Le puse nombre. “Thor”, dije bajito. Papá me escuchó y sonrió. “Buen nombre, hijo. Fuerte como un dios.” Cada hora que pasaba parecía eterna. El sol ya subía, y el vapor que salía del pozo hacía que todo pareciera un sueño. El ciervo se tambaleaba, jadeaba, se hundía… pero no se rendía. A veces yo le hablaba desde arriba: “Vamos, Thor. Aguanta un poquito más. Tú puedes.” Sentía que me entendía. Como si supiera que cada palabra mía era una cuerda más que lo mantenía aferrado a la vida. A las dos de la tarde, ya llevábamos seis horas trabajando. Los hombres estaban agotados, las cuerdas llenas de lodo, las manos cortadas. Pero nadie quería irse sin verlo libre. “Uno, dos, tres… ¡jala!” gritó mi padre. El motor de la camioneta rugió, la cuerda se tensó, y el cuerpo del alce comenzó a subir lentamente. Medio metro. Luego otro. Luego otro más. Todos conteníamos la respiración. Cuando por fin sus patas tocaron la orilla y su cuerpo quedó sobre tierra firme, hubo un silencio total. Nadie se movía. Thor permaneció quieto, con el pecho subiendo y bajando con dificultad. Tenía la mirada perdida, como si no pudiera creerlo. Luego, muy despacio, dio un paso. Otro. Y otro más. Hasta que se alejó entre los pinos, tambaleante pero libre. “¡Lo logró!” grité, levantando los brazos. Uno de los guardas se secó las lágrimas con disimulo. Otro abrazó a mi padre. “Esto… esto es por lo que hacemos lo que hacemos”, dijo. “Por darle otra oportunidad a la vida.” Yo solo podía mirar el lugar donde había estado el pozo, ahora lleno de huellas. Antes de desaparecer entre los árboles, el ciervo se detuvo y giró la cabeza. No sé si fue cosa mía, pero juro que me miró directo, como si dijera: “Gracias, chaval.” Esa noche llegamos a casa cubiertos de lodo, cansados pero felices. Mamá tenía frijoles y tortillas calientes esperándonos. Mientras cenábamos, le contamos todo. Ella sonrió, orgullosa. “Dios los puso ahí por una razón”, dijo. “Ese animal necesitaba esperanza, y ustedes también.” Esa frase se me quedó grabada. Al acostarme, le pregunté a papá: “¿Crees que Thor nos recuerde?” Él se quedó mirando el techo por un momento. “No lo sé, hijo. Pero nosotros lo recordaremos toda la vida.” Y así fue. Con los años, seguí acompañando a papá al bosque. Cada vez que pasábamos por aquel pozo —ahora cercado y marcado como zona protegida—, dejábamos un poco de sal y maíz molido, como ofrenda. A veces veíamos huellas frescas. O escuchábamos un bramido lejano. “Es Thor”, decía papá sonriendo. “Todavía anda cuidando su bosque.” Cuando cumplí dieciocho, entré a trabajar como aprendiz de guardabosques. Papá envejecía, pero su espíritu seguía fuerte. Me enseñó todo: cómo leer el viento, cómo entender el silencio, cómo saber si el bosque está triste o contento. Una tarde, mientras caminábamos por el sendero viejo, me dijo: “¿Sabes, Caleb? Ese día no solo salvamos a un ciervo. Ese día supe que tú habías nacido para esto.” Lo abracé, sin decir palabra. Años después, cuando papá falleció, lo enterramos cerca del mismo pozo, bajo un pino grande. En la lápida, mandé grabar una frase suya: “El monte tiene alma, hijo. Escúchala.” Hoy tengo treinta años. Sigo siendo guardabosques. Cada amanecer, mientras el café humea en la cabaña y la neblina baja entre los árboles, miro hacia el bosque y pienso en aquel día. A veces me parece ver una silueta entre los pinos, un ciervo enorme con cuernos brillando al sol. No sé si es Thor o solo el recuerdo de la esperanza. Pero cada vez que lo imagino, siento lo mismo que aquel día: la certeza de que, aunque el mundo esté lleno de pozos, siempre habrá manos dispuestas a sacar a alguien del fango. Y eso, eso es lo que mi padre me enseñó. Que la verdadera fuerza no está en los músculos, sino en el corazón que se niega a rendirse. Que un gigante puede caer… pero mientras haya amor, siempre habrá quien lo levante.