Donde no llega el asfalto, llega un cuento.

Cada tarde, cuando el sol se ablandaba sobre la carretera del norte y los motores de los tráileres dejaban de rugir, un niño se escurría bajo el chasis de uno de ellos, justo en una gasolinera perdida entre Caborca y Hermosillo. Se llamaba Benjamín, pero todos en la estación lo conocían como Benja. Tenía diez años, una camiseta que le colgaba como si fuera de su hermano mayor, unos tenis despegados y una mochila tan vieja que el cierre ya no corría, sólo se mantenía unida por la terquedad del hilo y el polvo del desierto. No iba siempre a la escuela. Su madre, doña Rosa, limpiaba los baños públicos del lugar y salía del trabajo cuando ya el cielo se teñía de rojo y los grillos comenzaban su canto. A veces, cuando había demasiada gente o el calor era insoportable, le pedía a Benja que esperara afuera, bajo la sombra de los camiones estacionados. Y él lo hacía. Pero no se quedaba quieto: se metía debajo de los tráileres, donde el aire aún olía a gasolina y metal caliente, y se inventaba mundos.

Los choferes ya lo conocían. Algunos le daban galletas, otros una naranja, otros una botella de agua. Pero Benjamín nunca pedía comida. Pedía libros. —¿No tendrá un libro por ahí, señor? —decía con esa mezcla de timidez y coraje que sólo tienen los niños que ya han aprendido a no pedir nada por lástima. Al principio, los traileros se reían. —¿Un libro tú? ¿Y pa’ qué, chamaco? —le preguntaban entre risas, limpiándose las manos con trapos llenos de grasa. —Para que la cabeza me lleve más lejos que los pies —respondía bajando la mirada, como si esa frase la hubiera aprendido de alguien que alguna vez soñó con escapar.

Una tarde, un chofer viejo, de barba blanca y ojos cansados, bajó de su tráiler con un libro en la mano. Era un ejemplar roto de “El Principito”, sin portada, amarillento, con las esquinas mordidas por el tiempo. —Lo encontré tirado en una estación de Brasil, hace años —le dijo—. Pensé que ya nadie iba a leerlo, pero creo que estaba esperándote. Benjamín lo tomó con cuidado, como quien recibe una brújula o un secreto. Esa noche, mientras su madre terminaba el turno, él se metió bajo el camión más grande del lugar, apoyó su mochila como almohada y encendió una linterna vieja, remendada con cinta aislante y pedazos de plástico. La luz temblaba, pero era suficiente. Los ruidos del mundo se fueron apagando: los motores, las conversaciones, el zumbido del calor. Sólo quedaron él y las palabras.

Cada página era una ventana. Cada frase lo llevaba a otro sitio, lejos del polvo, del olor a gasolina, de la realidad que lo había hecho madurar antes de tiempo. A veces, leía en voz baja, para no despertar a los perros callejeros que dormían cerca de los neumáticos. Otras veces, se quedaba mirando las estrellas a través del hueco entre los ejes del camión y pensaba que, quizás, el Principito también había pasado por ahí, volando de planeta en planeta, buscando a alguien que lo escuchara.

Con el tiempo, los traileros comenzaron a dejarle más libros. Un manual viejo de mecánica, una revista de historietas, un tomo de poesías de Benedetti que alguien había olvidado en la cabina. Alguien incluso dejó una caja de cartón junto a la máquina de café, con un letrero hecho a mano: “Para Benja. Que su motor sea la lectura.” Los que llegaban por primera vez a la estación preguntaban quién era ese niño del que todos hablaban. —Un lector bajo las llantas —decía uno. —El chavo que lee más que los maestros —bromeaba otro.

Pasaron los meses. Una noche de agosto, su madre lo encontró dormido bajo el tráiler, con el libro abierto sobre el pecho y las mejillas manchadas de polvo y lágrimas secas. —¿Qué tienes, hijo? —le preguntó, acariciándole el cabello. Benja abrió los ojos lentamente. —No quiero dejar de leer, mamá —susurró—, pero me duelen los ojos. No veo bien las letras. La llevaron al centro de salud del pueblo más cercano. El diagnóstico fue claro: miopía avanzada. El doctor le recetó lentes, pero el precio era casi la mitad del sueldo mensual de doña Rosa. Salió del consultorio con los ojos húmedos. —No te preocupes, mamá —dijo Benja, intentando sonreír—. Puedo leer con los ojos del corazón.

Los días siguientes fueron más duros. La luz del farolito ya no alcanzaba. Las letras se borraban. A veces adivinaba las palabras, otras simplemente inventaba lo que seguía. Hasta que un mediodía, un tráiler enorme color azul detuvo su marcha frente a la gasolinera. Bajó un hombre robusto, de voz grave y sonrisa franca. Se llamaba Don Chava, venía desde Guadalajara y había escuchado la historia del “niño que leía bajo los camiones”. Traía una caja envuelta en periódico. —Dicen que los lectores buenos ven con el alma, pero igual ocupan lentes —dijo mientras le entregaba el paquete. Dentro había unos anteojos nuevos, pequeños, pero firmes, de color gris. —Entre todos los choferes hicimos una vaquita. Queremos que sigas leyendo, campeón.

Benjamín no pudo hablar. Se los puso despacio, y el mundo cambió. Vio los rostros de los hombres que lo habían visto crecer, los colores del desierto, el brillo de las letras en su libro amarillo. Y por primera vez, lloró sin esconderse. Esa tarde, regresó bajo el camión, pero no se escondió. Abrió su libro con una sonrisa, encendió su linterna nueva, y siguió leyendo donde había dejado la historia: “Fue el tiempo que pasaste con tu rosa lo que la hizo tan importante.”

Los años siguieron su curso. La gasolinera cambió de dueños, los camiones cambiaron de ruta, pero el eco de aquel niño lector seguía allí. Algunos traileros aún dejaban libros en una caja oxidada, aunque ya nadie los recogía. Hasta que un día, una camioneta vieja, con la pintura descascarada y frases escritas a mano en los costados —“Donde no llegue el asfalto, llegará un cuento”— se estacionó frente al lugar. Bajó un hombre joven, delgado, con gafas redondas y una sonrisa tranquila. Era Benjamín. Tenía veinticinco años. En la parte trasera de su camioneta llevaba decenas de libros, todos ordenados con esmero, con nombres de niños escritos en las tapas: “Para Lupita”, “Para Diego”, “Para la escuela de Nogales”. Había convertido su viejo sueño en una biblioteca itinerante que recorría los pueblos del norte, llevando historias donde no llegaba la señal ni el pavimento.

A veces, cuando se detenía en alguna primaria rural, los niños lo miraban con curiosidad. —¿Tú también vivías en un camión? —le preguntaban. Él reía. —Casi —respondía—. Vivía debajo. —¿Y por qué leías tanto? —Porque quería conocer el mundo sin moverme del suelo.

Los maestros lo recibían como a un héroe. Las madres le ofrecían tamales y café de olla. Los viejos lo escuchaban leer en voz alta fragmentos de cuentos que hablaban de viajes, de sueños y de esperanza. Y cada vez que alguien le preguntaba cómo había empezado todo, él miraba el horizonte, como si buscara entre las dunas el reflejo de un tráiler azul, y decía: —Todo empezó con un libro roto y una linterna.

Una tarde, cuando el sol se escondía detrás de los cerros, Benjamín regresó a la gasolinera donde todo había comenzado. Ya no había tantos camiones como antes, y el letrero estaba medio caído. Pero la caja seguía ahí, oxidada, junto a la máquina de café. Dentro encontró una hoja doblada en cuatro. Decía: “Gracias por enseñarnos que los libros también transportan carga. —Los traileros del norte.” Benja sonrió. Colocó un nuevo ejemplar de “El Principito” dentro de la caja y escribió en la primera página: “Para quien encuentre esto. Que nunca se te acabe la luz.” Luego, se subió a su camioneta, encendió el motor y volvió al camino, con la música de los grillos acompañando el rumor de los neumáticos.

Desde entonces, en las noches de carretera, algunos choferes juran haber visto una camioneta blanca adelantarlos lentamente, con una frase pintada en la parte trasera que brilla bajo los faros: “Donde no llegue el asfalto, llegará un cuento.” Y dicen que dentro va un hombre que alguna vez leyó bajo los camiones y que ahora hace que el mundo lea con él.