🌱 “Una palabra amable puede cambiar una vida. Una semilla de bondad puede florecer durante décadas.”

A nadie le importaba el nombre de ese niño. En un pueblo polvoriento donde el viento arrastraba recuerdos viejos y los techos sabían a ceniza, todos lo llamaban “el mocoso huérfano” o “el ladrón”.

Se llamaba Jim, tenía doce años y era más hueso que carne. Su única compañía era Tigre, un perro tan asustado del mundo como su dueño.

La gente lo miraba con sospecha. Si algo se perdía, primero miraban a Jim. Nunca tenía oportunidad de demostrar lo contrario. Aprendió a esconderse, a callar, a caminar con la cabeza baja.

Y cuando hablaba con Tigre, le decía las mismas palabras duras que el mundo le decía a él. No por maldad, sino porque era el único idioma que conocía.


Un día, bajo el sol fuerte de Jalisco, vio a una muchacha que dejó caer un paquete. Se agachó a recogerlo y dejó caer otro. Jim corrió, recogió ambos y se los dio.

Gracias, niño… eres muy bueno, le dijo ella, sonriendo y acariciando su cabeza.

Jim se quedó quieto. Nadie le había dicho algo tan dulce en doce años. La miró hasta que desapareció por la calle de tierra.


Esa tarde, se fue con Tigre al bosque, al arroyo junto al mezquite viejo. Se sentó, pensativo, y las palabras de la joven seguían en su mente.
“Eres muy bueno…”

Jim sonrió. Luego llamó a su perro:

— Ven aquí, Tigre.

El animal vino corriendo. Jim le acarició la cabeza y le dijo, por primera vez:

— Gracias, amigo… eres muy bueno.

Tigre movió la cola con fuerza, como si entendiera que algo había cambiado.

Jim sacó un trozo de espejo roto. Se miró. Su cara estaba sucia, sí, pero no era fea. Se lavó con el agua del arroyo, despacio, como si lavara algo más que su rostro.

Se volvió a mirar… y por primera vez levantó la cabeza.
Sintió algo nuevo: dignidad.

Desde ese momento, su vida cambió. Todo por una frase amable que sembró la esperanza.


Cuarenta años después, un hombre elegante, de cabello canoso, se paró frente a una multitud en Ciudad de México. Detrás de él, una imagen de su viejo pueblo, del mezquite y el arroyo.

Dijo:

— Señoras y señores, yo soy ese niño.

— Y ese árbol que ven… fue donde una mujer sembró la primera semilla de bondad en mí.
— Ojalá todos podamos hacer lo mismo alguna vez.