Estaba empacando la maleta de mi esposo para su viaje de negocios cuando, de repente, encontré una caja sospechosa. En secreto, me dispuse a descubrir quién era su amante. Tres meses después, la verdad salió a la luz, dejándome completamente atónita.

Ese día, mi esposo dijo que tenía que ir a Cancún por tres días por un viaje de negocios. Como siempre, empaqué su maleta meticulosamente. Pero mientras doblaba su ropa, mi mano tropezó con una pequeña caja oculta en el cajón de su ropa interior.

La abrí y me quedé helada: dentro había tres condones completamente nuevos.

Mi esposo – Alejandro – y yo llevamos cuatro años de casados. Siempre se ha comportado como el hombre ideal, amando a su esposa e hijos. Pero desde que empezó a hacer viajes de negocios inesperados, sentí que algo andaba mal.

Tomé la caja, mi corazón latía con fuerza. La rabia me hacía temblar las manos, pero la lógica me detuvo. No hice un escándalo. Solo quería saber quién era la tercera persona.

Saqué una aguja pequeña, hice unos pequeños pinchazos en los tres condones y los puse de nuevo en su lugar. Todo quedó exactamente como estaba. Con una sonrisa gélida, murmuré:

— “Veremos quién pagará el precio de esta traición.”

Tres días después, Alejandro regresó. Seguía tan alegre como si nada hubiera pasado y hasta me regaló un collar de plata de Taxco “como recuerdo del viaje de negocios”. Lo miré, la sonrisa en mis labios era tan fría como el hielo.

El tiempo pasó, y yo seguí fingiendo normalidad. Pero justo tres meses después, recibí una noticia que entumeció todo mi cuerpo: Andrea – mi mejor amiga – estaba embarazada.

Ella solía visitar mi casa a menudo, muy cercana tanto a mí como a mi esposo. Yo consideraba a Andrea como mi hermana. Cuando me enteré de la noticia, fui a verla, fingiendo alegría:

— “¡Andrea, felicidades! ¿Qué buenas noticias! Pero… ¿quién es el padre del bebé?”

Andrea se sonrojó, evitando mi mirada. Su actitud me rompió el corazón. Los recuerdos vinieron a mi mente: sus visitas a mi casa cuando yo no estaba, sus mensajes como “Oye, amiga, Alejandro, llévenme de paseo”

Esa noche, me acosté en la cama sin poder dormir. Alejandro todavía dormía a mi lado, respirando profundamente. Lo miré, las lágrimas corrían por mi rostro:

— “Así que, resulta que mi mejor amiga robó a mi esposo.”

A la mañana siguiente, me levanté temprano y preparé el desayuno como siempre. Mientras comíamos, fingí comentar:

— “Escuché que Andrea está embarazada, ¿lo sabías?”

Alejandro se detuvo, la cuchara cayó de su mano. Sus ojos estaban confundidos. Así, sin más, lo entendí todo.

Serví más té, sonriendo ligeramente:

— “Deberías estar feliz. Los hombres buenos, todos quieren ser padres, ¿verdad?”

Alejandro bajó la cabeza sin decir palabra. Me levanté, saqué tranquilamente los papeles de divorcio firmados de mi bolso y los puse sobre la mesa:

— “No voy a hacer un escándalo. Ve y hazte responsable del niño. Oh, y recuerda decirle a Andrea que vaya a un chequeo… No estoy segura de si su bebé nacerá sano.”

De repente, levantó la vista, asustado. Sonreí ligeramente:

— “Los condones que trajiste de Cancún… les hice agujeros a todos.”

Hubo un silencio total en la cocina. Alejandro se puso pálido, incapaz de decir nada.

Arrastré mi maleta hasta la puerta, con la cabeza en alto. Sentía dolor, pero también orgullo.

Tres meses después, me enteré de que Andrea había abortado. Me llamó llorando, pero simplemente le respondí con voz fría:

— “Todos tienen que pagar el precio de su traición.”

Colgué el teléfono, respiré hondo y miré hacia el amanecer.

Ese matrimonio terminó sin ruido, sin lágrimas, dejando solo a una mujer profundamente herida, pero que había aprendido a mantenerse erguida con la sonrisa más serena.

Y lo entendí: a veces, la venganza más dulce es dejarlos ir, dejarlos enfrentar las consecuencias de sus propios actos.