Esa noche no pudo dormir… no sabía si podría seguir controlándose viviendo cada día bajo el mismo techo que su nuera.
En un pequeño pueblo, el calor del verano hacía brillar los techos de tejas rojas, mientras el aire seco se filtraba por las rendijas de las viejas ventanas.
En una antigua casa de adobe, don Armando Rivera, de 62 años, se sentaba en silencio junto a una lámpara de petróleo parpadeante. Su mirada se perdía hacia el cuarto contiguo.
Allí, su nuera Patricia se encontraba probándose nuevos vestidos típicos para hacer una transmisión en vivo: vendía ropa en línea para mantener a la familia.
La luz del teléfono iluminaba su rostro joven y radiante, resaltando su sonrisa natural.

Desde la rendija de la puerta, don Armando observó sin querer… y algo dentro de él cambió.
Desde la muerte de su hijo Rodrigo en un accidente de tránsito, solo quedaban tres en esa casa: él, Patricia, y el pequeño Mateo, su nieto.
Durante años la había visto como una hija, la última parte viva de su hijo.
Pero últimamente, cuando Patricia caminaba por la casa con su andar ligero, su risa y su aroma llenaban el aire, y él empezaba a sentir un desasosiego que no entendía.
Aquella noche, don Armando no pudo dormir.
Escuchaba el zumbido del viejo ventilador, los pasos suaves de Patricia en el otro cuarto y, a través de las delgadas paredes, su respiración tranquila.
El miedo le recorrió el cuerpo.
Miedo de perder el control.
Susurró en voz baja:
—Si mi esposa todavía viviera… me despreciaría. ¿Qué me está pasando?
Una mañana, Patricia entró a la sala con una sonrisa:
—Papá Armando, la escuela de Mateo organiza una excursión de dos días. Ya lo inscribí y mañana lo llevo.
Dos días después, el niño partió.
La casa quedó en silencio, solo ellos dos.
Esa noche cenaron juntos, conversaron un poco y luego se retiraron a sus habitaciones.
Patricia preparó su celular para comenzar un nuevo live, leyendo los comentarios de sus clientas mientras mostraba vestidos de colores.
En medio de la transmisión, la voz de don Armando sonó desde el pasillo:
—Patricia, ¿puedes ayudarme un momento? Me duele mucho la espalda, necesito que me pongas la pomada.
—Espéreme cinco minutos, papá, termino el en vivo y voy —respondió ella.
Minutos después, Patricia entró a su habitación.
Don Armando estaba sentado en la cama, la espalda descubierta, enrojecida e hinchada.
Ella se acercó despacio, aplicó la pomada con cuidado y comenzó a masajearle los hombros con aceite.
Cuando Rodrigo vivía, ella solía ayudarlo igual.
Pero ahora, el cuarto estaba en silencio, iluminado por la luz amarillenta de la lámpara.
Cada vez que su mano lo tocaba, él temblaba.
Podía sentir su corazón acelerarse.
El olor del aceite se mezclaba con la fragancia de su cabello, y su mente se nublaba.
—Papá, debería descansar más —le susurró Patricia—. Ya no debe cargar leña ni agacharse tanto, eso le empeora el dolor.
Cuando estaba por levantarse, don Armando tomó su mano de repente.
Su voz temblaba:
—Patricia… perdóname.
Ella lo miró confundida.
—¿Perdonarlo? ¿Por qué dice eso?
Él bajó la mirada, los ojos rojos, la voz quebrada.
—Porque he pensado cosas que nunca debí pensar. Porque eres la esposa de mi hijo… y yo soy un viejo que ha dejado que su mente se ensucie. Me avergüenzo de mí mismo.
No quiero fallarle a la memoria de Rodrigo, ni soportar el desprecio del pueblo. Perdóname, hija…
Entonces rompió en llanto, como un niño.
Patricia permaneció quieta.
Luego se inclinó y puso sus manos temblorosas sobre sus hombros.
—Papá… no estoy enojada. Yo también me siento culpable si sin querer lo hice sentir incómodo.
De ahora en adelante mantendré distancia, para que esté tranquilo.
Yo sigo viéndolo como a mi padre, y espero que usted también me vea como a su hija.
Don Armando levantó el rostro, las lágrimas le corrían por las mejillas.
Le tomó la mano y solo pudo decir:
—Gracias… gracias por ayudarme a no perder mi humanidad.
Aquella noche, se arrodilló frente al pequeño altar de su difunta esposa y encendió una varita de incienso.
En silencio, murmuró:
—Rosa… estuve a punto de perderme. Pero nuestra nuera me salvó del abismo.
Afuera, la luna brillaba sobre los viejos techos de teja.
Su luz se extendía como un manto sobre la casa, iluminando a dos almas solitarias que, en medio del silencio, habían elegido mantenerse del lado correcto entre la tentación y la rectitud.
Y desde aquella noche, en aquel humilde hogar de Jalisco, el viejo padre y la joven nuera siguieron viviendo juntos —no como dos cuerpos, sino como dos almas conscientes de los límites del amor, del respeto y del perdón.