Vi a un hombre con enanismo intentando subir al colectivo. Todos miraban. Fui a ayudarlo..
Todavía recuerdo ese martes de marzo como si fuera ayer. Iba apurada, como siempre, maldiciendo en voz baja porque se me había hecho tarde otra vez. El colectivo 60 estaba ahí, en la parada de Corrientes y Pueyrredón, con la puerta abierta y la gente agolpándose para subir.

Entonces lo vi.
Un hombre con enanismo intentaba subir los escalones del colectivo. El primero ya le había costado un esfuerzo enorme, y ahora forcejeaba con el segundo. La gente lo miraba. Algunos con curiosidad, otros con lástima, la mayoría simplemente miraba. Nadie hacía nada.
Me acerqué sin pensarlo.
—¿Puedo ayudarte? —le pregunté, agachándome un poco.
Él me miró con unos ojos marrones increíbles, llenos de una mezcla de cansancio y dignidad.
—Todos los días lo mismo —murmuró—. Sí, gracias. Si me das la mano para el último escalón…
Le extendí mi mano y él la tomó con firmeza. Subió el último escalón y, una vez arriba, me soltó y se acomodó la mochila.
—Gracias, en serio.
—De nada —respondí, buscando mi SUBE en la cartera.
—Disculpá —dijo una voz grave detrás de mí—. ¿Podrías moverte un poco? Estás bloqueando la entrada.
Me di vuelta, lista para soltar algún comentario sarcástico, pero las palabras se me atascaron en la garganta. El tipo era alto, tenía barba de tres días y una sonrisa torcida que me desarboló completamente.
—Ah, sí, perdón —atiné a decir, haciéndome a un lado torpemente.
Él subió, pasó su tarjeta y se paró justo al lado del hombre que yo había ayudado.
—Martín —dijo el recién llegado—. ¿Otra vez te toca el mismo colectivo de mi**da?
—Javier, hermano —respondió Martín con una sonrisa—. ¿Qué hago? Es el único que me deja cerca del laburo.
Ah. Se conocían.
El colectivo arrancó con una sacudida y casi pierdo el equilibrio. Javier me sostuvo del brazo.
—Cuidado. Este chofer maneja como si estuviera en una carrera.
—Gracias —dije, sintiendo que me ponía colorada.
—Ella me ayudó a subir —le contó Martín a su amigo—. La mayoría de la gente se queda mirando como si fuera un espectáculo del Cirque du Soleil.
—Es que la gente es pel**uda —sentenció Javier, y luego me miró—. Sin ofender si vos sos gente.
Me reí.
—Técnicamente soy gente, sí. Pero entiendo el punto.
—¿Ves, Martín? —dijo Javier—. Todavía hay esperanza para la humanidad.
El colectivo frenó bruscamente en Callao y un señor con una valija enorme empujó a todo el mundo para bajar. Quedé prácticamente aplastada contra Javier.
—Esto es incómodo —murmuré.
—Podría ser peor —respondió él—. Podrías estar aplastada contra ese tipo de la remera transpirada.
Volví a reírme. Martín nos miraba con una sonrisa pícara.
—Nunca los había visto hablar tanto con desconocidos en el colectivo —comentó—. Ustedes dos deberían intercambiar números o algo así.
—Martín, por favor —lo retó Javier, pero lo noté tan nervioso como yo.
—¿Qué? —insistió Martín—. Vos vivís quejándote de que no conocés gente nueva. Ella te ayudó a tu mejor amigo. Es linda. Claramente tiene buen sentido del humor porque se ríe de tus chistes malos. ¿Qué más querés?
—Que te calles, básicamente —respondió Javier, pero me miró de reojo—. Aunque si ella quisiera tomar un café algún día… no me opondría.
Mi corazón se aceleró.
—Me bajo en Facultad de Medicina —dije—. Pero me encantaría tomar ese café.
—Yo también me bajo ahí —dijo él, sonriendo.
—¡Mentira! —exclamó Martín—. Vos te bajás en Plaza Italia, mentiroso.
—Bueno, hoy tengo ganas de caminar unas cuadras extra —se defendió Javier, y todos nos reímos.
Cuando el colectivo llegó a mi parada, bajamos juntos. Antes de que las puertas se cerraran, Martín asomó la cabeza.
—¡Invítenme a la boda! —gritó.
—¡Sos un exagerado! —le respondí, muerta de risa.
Pero Martín no exageraba. Tres años después, Javier y yo nos casamos en un salón de Palermo. Y sí, Martín fue nuestro testigo. En su discurso contó la historia de cómo nos conocimos, y cuando terminó, levantó su copa y dijo:
—Por los colectivos de mierda que nos traen las mejores cosas de la vida.
Todos brindamos. Y yo miré a Javier, mi esposo, y supe que ese martes de marzo en que decidí no ser una más de la gente que solo mira, había cambiado mi vida para siempre.