“Mi hijo no sabe cómo cruzar la calle solo. No es que sea incapaz. Es que nació corriendo, no caminando.”


La primera vez que lo detuvieron conmigo en migración, tenía cinco años. Vio cómo golpeaban a un hombre por no llevar papeles.

“Mi hijo no sabe cruzar la calle”

Mi hijo no sabe cruzar la calle solo.
No porque sea inútil.
No porque lo haya sobreprotegido.
Sino porque nació huyendo.


Me llamo Mariela, soy madre soltera. Salí de Honduras cuando mi hijo, Mateo, tenía apenas cuatro años.
Lo llevaba en brazos, mientras el único bolso que teníamos colgaba al frente, aplastado entre mi pecho y su espalda, como si tuviera que elegir entre lo que fui y lo que vendrá, sin tener cómo sostener lo que estábamos viviendo.

Cruzamos Guatemala, dormimos en iglesias, esperábamos autobuses de noche, comíamos lo que nos regalaban.
Pasamos por Tapachula, luego por Oaxaca, después por Ciudad de México, hasta que finalmente encontramos un cuartito con humedad en Puebla, donde ahora trabajo en una panadería.

Mateo tiene nueve años.
Y aún no ha tenido una infancia como Dios manda.

No sabe andar en bicicleta, porque nunca tuvo una.
No sabe hacer amigos, porque en los albergues nadie se queda el tiempo suficiente.
No sabe cruzar una calle sin tomar mi mano, porque lo único que ha aprendido en su vida es a no soltarse, a no desaparecer, a no mirar atrás.

Me miró sin hablar, pero sus ojos me preguntaban:
¿Y tú los tienes, mamá?

La segunda vez, escuchó disparos cerca del albergue. Se pegó a mí como si volviera al vientre y susurró:
¿Nos vamos otra vez, mamá?


Una mañana, me enfermé. Fiebre, dolor de cuerpo. No pude llevarlo a la escuela.
Mateo, ya más alto, más flaco, con los zapatos gastados de tanto andar, me dijo con una voz seria:
Mamá, puedo ir solo. Solo es una calle.

Yo asentí. Dudé, pero lo dejé ir.

Dos horas después, recibí una llamada.
La policía local lo encontró sentado en una esquina, temblando, llorando, sin saber a quién acudir.
Me lancé a buscarlo. Cuando me vio, se abrazó a mí con la fuerza de quien ha vuelto a casa tras un naufragio.

Solo me acordé de que dijiste que no confiara en extraños… pero aquí todos son extraños.


Esa noche, lo vi dormir.
Se abrazaba a sí mismo debajo de la cobija, como si el mundo pudiera romperlo en cualquier momento.
Y me pregunté:
¿Realmente le estoy dando una vida… o solo le estoy enseñando a sobrevivir?

Mateo sabe cómo esconderse.
Sabe cuándo guardar silencio.
Sabe no hacer preguntas.
Pero no sabe pedir ayuda.
No sabe decir “tengo miedo” sin sentirse débil.
No sabe confiar en nadie… excepto en mí.


¿Cuántos niños como el mío crecen sin saber cruzar una calle,
porque todo lo que han aprendido es a correr,
a esconderse,
a no estorbar,
a no ser vistos?


❝ Si algún día, Mateo logra cruzar la calle solo…

solo espero que el mundo al otro lado
no le enseñe a correr de nuevo. ❞