— ¿Dónde diablos andas, VACA DESQUICIADA? ¡Llevamos ya una hora esperando frente a la puerta! — GRITABA la tía Carmen.
Ana se llevó la mano a la frente, intentando ordenar sus pensamientos. No era solo la rabia de la tía Carmen lo que la perturbaba, sino también los recuerdos dolorosos de todo lo que había dejado atrás en Madrid. Quería a toda costa construirse una nueva vida en Barcelona, sin las sombras del pasado, pero parecía que su familia no tenía ninguna intención de concederle paz.

El teléfono vibraba sin cesar, llamada tras llamada, como una gota que cae y perfora la piedra, desgastando unos nervios ya tensos. En un momento dado decidió que no contestaría más. Se levantó de la cama, corrió las cortinas y se sentó frente al escritorio, donde los bocetos de un nuevo proyecto de arquitectura la esperaban para ser terminados. Intentaba concentrarse, pero cada sonido del móvil le rompía el hilo de los pensamientos.
De repente llegó un nuevo mensaje. Pero no era de Carmen. Venía de su vecina de Madrid, una anciana amable a la que Ana había ayudado muchas veces con las compras. El texto era breve: «Una mujer y un hombre están golpeando la puerta de tu antiguo piso y montando un escándalo. He llamado a la policía.»
El corazón de Ana se encogió. Sabía lo terca que podía ser su tía, pero llegar a ese extremo era increíble. Y sin embargo, una sonrisa amarga se dibujó en sus labios: tal vez era la única manera de que Carmen entendiera por fin que ya no formaba parte de su vida.
Esa misma tarde, Ana recibió una llamada oficial de la policía madrileña. Un agente cortés le explicó la situación: sus parientes habían intentado forzar la entrada, convencidos de que ella se escondía dentro. «Señora, le recomendaría que hablara directamente con ellos, de lo contrario seguirán insistiendo. Dijeron que incluso viajarán a Barcelona si es necesario.»
Aquella noticia la inquietó aún más. La idea de que su tía pudiera aparecer en la puerta de su pequeño estudio en Barcelona la aterrorizaba. Sabía que esta vez no podría salir del paso con simples excusas. Tenía que tomar una decisión.
Por la noche, Ana se sirvió una copa de vino y abrió el portátil. Empezó a escribir un largo correo electrónico, dirigido no solo a su tía, sino a toda la familia. Escribió con sinceridad sobre su necesidad de libertad, sobre la presión constante de cumplir expectativas que no podía satisfacer y sobre el deseo de construir su futuro sin reproches. Cada palabra era como una liberación.
Cuando terminó, respiró hondo y pulsó «Enviar».
Al día siguiente, el teléfono guardó silencio por primera vez en mucho tiempo. Ninguna llamada, ningún mensaje. Solo silencio. Ana sintió alivio, pero también una ligera inquietud. ¿Era ese silencio la señal de una tormenta aún mayor? ¿O finalmente la familia había comprendido que debía dejarla vivir a su manera?
Cerró los ojos y, por primera vez en mucho tiempo, se quedó dormida sin miedo.