«¡Eres una parásita desagradecida! ¡Mi hermana no tiene dónde vivir y tú, justo ahora, quieres alquilar el piso?!» – gritó Carlos, olvidando por completo que el piso pertenecía en realidad a Lucía.

Lucía dejó la taza de café sobre la mesa y se dirigió al portátil. Tras la ventana, la escena habitual de la mañana: madres con carritos, hombres apresurados hacia el trabajo, niños corriendo al colegio. Un lunes cualquiera, abriendo una nueva semana laboral.

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— Tengo una idea, — dijo Lucía a Carlos, que estaba tumbado en el sofá sin apartar la vista del móvil. — ¿Y si alquilamos el piso durante unos meses y nos mudamos a Sevilla? Una compañera me propuso pasarme al teletrabajo, y podríamos quedarnos un tiempo en casa de una amiga suya.


Lucía no se esperaba semejante reacción. Carlos se levantó de golpe, como si lo hubiera sacudido un rayo, lanzó el móvil sobre el cojín y apretó los puños.
— ¿Qué dices?! ¡Mi hermana no tiene dónde quedarse y tú quieres alquilar el piso?! — gritó, olvidando que la vivienda era de Lucía.


En ese instante, Lucía lo entendió: se había acabado. Dos años de esperanzas e ilusiones se desvanecían en un segundo.
Cinco años antes, a los veintiocho, Lucía había logrado comprar aquel pequeño apartamento. La herencia de su madre, fallecida tras una larga enfermedad, cubrió parte del coste. El resto lo completó con sus ahorros y un préstamo de su mejor amiga, Marta.


Durante dos años vivió con mucha austeridad: ropa solo en rebajas, comidas en fiambrera, nada de ocio. Trabajaba como administradora de sistemas en una pequeña empresa y hacía encargos freelance por las noches. Pagó a Marta puntualmente y al fin sintió estabilidad.


Conoció a Carlos en una exposición de arte contemporáneo. Alto, mirada inteligente, capaz de hablar durante horas de significados ocultos en las obras. Al principio la conquistó: regalos originales, cenas cocinadas, sorpresas inesperadas. A los pocos meses sugirió irse a vivir juntos “para ahorrar y facilitar la vida”. Lucía aceptó.


Pero pronto Carlos se quedó sin trabajo. Lucía pagaba todo: alquiler, facturas, comida, incluso un nuevo móvil a plazos. «Es algo temporal», prometía él. Mientras tanto, su hermana Elena aparecía cada vez más, pedía dinero, hacía ruido. Lucía intentaba aguantar, pero la tensión aumentaba.
Cuando Marta le propuso mudarse a Sevilla y trabajar a distancia, todo parecía encajar. Pero Carlos convirtió la conversación en una pelea furiosa, acusándola de no preocuparse por su familia.

Lucía permaneció de pie, observando a Carlos mientras desbordaba ira. Su corazón latía con fuerza, pero en su interior reinaba una calma extraña, como si por fin se hubiera roto el último hilo de ilusión.

— Carlos, — dijo despacio. — No se trata de Elena. Se trata de respeto. Yo trabajé durante años para tener este piso. Es mi única seguridad. Y no permitiré que nadie decida por mí.

Carlos soltó una risa amarga.

— ¿Respeto? ¿Llamas respeto a dejar a mi hermana en la calle?

— La familia se basa en la confianza y la gratitud, — respondió Lucía con frialdad. — Y tú has olvidado ambas.

Se sentó frente al ordenador y abrió una página de anuncios inmobiliarios. Sus dedos tecleaban con firmeza mientras Carlos la miraba, cada vez más pálido.

— De verdad lo harás, — murmuró él. — Sin mí.

— Sí, — contestó ella, sin titubear.

Los días siguientes fueron asfixiantes. Carlos alternaba entre silencios tensos e intentos de endulzarla con palabras amables. Elena seguía llamando, quejándose de que «no tenía dónde ir». Lucía ya no respondía.

Marta le envió la dirección en Sevilla, la empresa confirmó oficialmente el teletrabajo. Todo estaba listo.

El domingo por la noche, Lucía metió unas pocas prendas, documentos y su portátil en una maleta. El resto podía esperar. Carlos la miraba desde el sofá, con una sonrisa irónica.

— ¿De verdad crees que podrás sola? Volverás llorando, ya lo verás, — dijo con desprecio.

Lucía lo miró directamente a los ojos.

— Tal vez. Pero si vuelvo, será mi decisión. No quiero seguir viviendo con alguien que desprecia mi trabajo y mis sacrificios.

A la mañana siguiente cerró la puerta del piso y bajó las escaleras con una ligereza nueva. Por primera vez en mucho tiempo, respiraba en libertad.

El tren hacia Sevilla atravesaba campos otoñales y pueblos tranquilos. Lucía miraba por la ventana y sentía que, pese a la incertidumbre, se abría un camino nuevo. Era su primer paso real hacia la libertad.