ME CASÉ CON UN HOMBRE QUE NO AMABA, PARA PAGAR LA DEUDA DE MIS PADRES
Corría el año 1984, en un pequeño pueblo de la provincia de Quezon. Vivíamos mi mamá, mi papá y yo en una casita humilde hecha de madera y palma. Éramos pobres, sí, pero nos teníamos amor, y eso nos bastaba… hasta que la vida nos puso a prueba.
Mi papá tuvo un accidente en el campo y necesitó ser hospitalizado. Para pagar los gastos, se endeudó con Don Ernesto, un comerciante rico y conocido en todo el pueblo. El préstamo fue de ₱50,000, una cantidad imposible para nosotros.
Pasaron los meses y no pudimos pagarle. Hasta que un día, Don Ernesto nos llamó a su enorme casa.
—Si no pueden pagarme, aún hay otra manera —dijo mientras tomaba su café.
—¿Qué manera, señor? —preguntó mi papá con la voz temblorosa.
—Entréguennos a Elena. Que se case con mi hijo Marco.
Sentí como si el mundo se me viniera encima.
¿Yo? ¿Casarme? Apenas tenía dieciocho años, recién graduada de la preparatoria.
Marco, su hijo, tenía treinta y siete. Casi el doble de mi edad.
Al llegar a casa, lloré desconsoladamente en los brazos de mi mamá.
—’Nay, no puedo hacerlo. ¡Quiero estudiar! ¡Quiero ser enfermera!
—Perdónanos, hija… No tenemos otra opción —me dijo llorando mientras me abrazaba fuerte.
Esa noche, mis lágrimas caían como la lluvia.
Yo sabía que no podría amar a Marco, pero también sabía que tenía que pagar la deuda que mi familia no podía saldar.
Llegó el día de la boda.
Era la década de los 80: época de discotecas, pantalones acampanados y las canciones de Sharon Cuneta.
Pero en ese día… no había alegría en mí.
Mientras sonaba “Bituing Walang Ningning”, estaba frente al altar como una estatua.
Marco me miraba con una sonrisa llena de amor verdadero…
pero yo no podía devolverle esa mirada.
Cuando puso el anillo en mi dedo, me temblaban las manos.
Sentía como si mi sueño de estudiar se estuviera ahogando dentro de mí.
Esa noche, Marco no me tocó. Solo se sentó al borde de la cama y me habló con suavidad:
—Elena… sé que no me quieres. Pero no te haré daño. Esperaré el tiempo que necesites hasta que puedas aceptarme.
Lloré en silencio. No le respondí. Solo me di la vuelta y sollozé hasta quedarme dormida.
Pasaron los meses.
Marco era un buen esposo.
Cuidadoso, paciente, siempre intentando hacerme feliz.
Me traía flores los sábados, me llevaba al parque, y ponía música vieja en la radio mientras veíamos juntos el atardecer.
Pero aun así… no lo amaba.
Mi corazón seguía atado a un sueño: estudiar, convertirme en enfermera, y cuidar a los enfermos.
Una noche, mientras preparaba tinola de pollo, se me acercó y me preguntó:
—Elena… ¿Te gustaría volver a estudiar?
—¿Por qué me lo preguntas? —respondí sin poder mirarlo a los ojos.
—Porque quiero que cumplas tu sueño. No quiero que lo dejes solo por estar conmigo.
Por primera vez, le sonreí de verdad.
No porque lo hubiera amado, sino porque por fin sentí cuánto me amaba él… sin esperar nada a cambio.
Pasaron los años.
Con la ayuda de Marco, terminé la carrera de enfermería.
El día de mi graduación, lo vi entre la multitud, con su camisa vieja, sonriendo con orgullo.
Después de la ceremonia, me abrazó y me susurró al oído:
—Aunque no me ames… soy feliz, porque lograste tu sueño.
No pude evitar llorar.
Ese día entendí que, a veces, el amor verdadero no necesita ser correspondido.
Lo importante es que sabe esperar… y sabe dejar ir.
El amor no siempre se paga con amor.
Hay personas que nos aman sin pedir nada a cambio, solo con la esperanza de vernos felices.
Y a veces, el sacrificio más grande es aceptar el destino, incluso cuando no es lo que deseamos con el corazón.
El corazón puede ser forzado, sí.
Pero la bondad… la verdadera bondad, nunca se impone.