“La muñeca llamada Esperanza”

Miguel tenía apenas diez años, pero sus manos pequeñas ya estaban endurecidas como las de un adulto. Durante más de un mes, cada tarde después de la escuela, recorría las calles agachándose a recoger latas, botellas y cartones que la gente dejaba tirados.

Ese día, al volver a casa con un costal viejo sobre los hombros, su madre lo miró con el ceño fruncido al ver sus manos ennegrecidas.
— ¿Otra vez fuiste a recoger basura, Miguel?
— Solo pasé por el parque, mamá. La gente tira muchas cosas.

Ella suspiró, con los ojos llenos de cansancio. Sabía que su hijo estaba haciendo algo, pero prefería no preguntar demasiado. Miguel quería ayudar, y en el fondo, ella temía que estuviera cargando demasiado para ser tan solo un niño.

En el depósito de reciclaje, don Roberto, un anciano bonachón que ya lo conocía bien, sonrió al verlo.
— Aquí viene mi trabajador favorito.
Miguel dejó caer el saco en la balanza, jadeando.
— ¿Cuánto es, don Roberto?
— Veamos… hoy son ocho pesos con cincuenta.

Miguel sacó su vieja lata de galletas oxidada del bolsillo y contó con cuidado las monedas. 43,20 pesos. Aún le faltaban 6,80 para llegar a la meta.

El hombre lo miró con curiosidad.
— ¿Y para qué ahorras tanto, chamaco? ¿Un videojuego?
Miguel bajó la voz.
— Quiero comprar una muñeca… para mi hermana. Su cumpleaños es pasado mañana.

Don Roberto lo miró sorprendido, y luego le acarició el cabello con ternura.
— Eres un buen hermano, Miguel. Muy buen hermano.


Esa noche, en el cuarto pequeño que compartía con su hermana, María entró de puntillas y lo sorprendió escondiendo la lata debajo del colchón.
— ¿Qué escondes, Miguel?
— Nada, enana. Duerme ya.
— ¿Es un secreto? Yo sé guardar secretos.

Él la miró en silencio. María tenía apenas cinco años, y su vestido favorito estaba lleno de parches en las rodillas. Unos meses atrás, frente al aparador de la tienda, se había quedado con la nariz pegada al vidrio, mirando una muñeca con vestido rosa y cabello dorado.
Cuando sea grande, voy a tener una muñeca así”, había dicho con tanto anhelo que a Miguel se le rompió el corazón.

— Sí, es un secreto… para alguien especial.
— ¿Para mamá?
— Ya verás, preguntona. Ahora, a dormir.


Al día siguiente Miguel salió antes de que amaneciera. Tenía que conseguir los últimos pesos. Caminó por el parque, la plaza, hasta la avenida principal, recogiendo todo lo que encontraba.

Una señora que vendía tacos lo vio hurgando en un bote.
— Oye, niño, ¿tienes hambre?
— No, señora, estoy trabajando.
— Toma —le dijo, dándole dos tacos envueltos y varias botellas vacías—. Mi hijo tiene tu edad. Me gustaría que alguien fuera amable con él también.

Miguel le agradeció con los ojos brillando de emoción.

Cuando llegó con don Roberto al final del día, las piernas le temblaban, pero el corazón le latía fuerte.
— Último viaje del día.
— Veamos… siete pesos exactos.

Miguel abrió la lata, contó las monedas. ¡Cincuenta! Al fin lo había logrado.

— ¡Sí! —gritó con alegría—. ¡Ya completé!


Corrió a la juguetería, entrando cinco minutos antes del cierre. Señaló la muñeca que seguía en el mismo lugar del escaparate.
— La de cincuenta pesos, por favor.
El vendedor lo miró sorprendido cuando Miguel puso sobre el mostrador las monedas viejas, manchadas, unas dobladas, otras casi borradas. Pero las contó una a una, y luego envolvió la muñeca. Miguel, sin dinero para papel bonito, usó hojas de periódico y con lápices de colores dibujó flores y corazones.


La mañana del cumpleaños de María, antes de que saliera el sol, la niña saltó sobre su cama.
— ¡Miguel, Miguel! ¡Hoy es mi cumpleaños!
— Lo sé. Y tengo algo para ti.

Sacó el paquete envuelto en papel de periódico y se lo entregó. María lo abrió con manos temblorosas. Cuando vio la muñeca, sus ojos se llenaron de lágrimas.
— ¿Es… la muñeca del aparador?
— Sí, ahora es toda tuya.

María lo abrazó con tanta fuerza que Miguel casi no podía respirar.
— ¡Eres el mejor hermano del mundo!

La madre apareció en la puerta, con los ojos húmedos.
— Miguel… ¿tú compraste eso?
— Con mi trabajo, mamá. Soy un hombre de negocios —dijo, tratando de sonar orgulloso.

Y allí se quedaron los tres, en el pequeño cuarto con paredes agrietadas y cortinas viejas: una madre emocionada, un niño con las manos que aún olían a basura, y una niña que abrazaba su primera muñeca como si fuera un tesoro.

— ¿Cómo se va a llamar? —preguntó Miguel.
María la besó en la frente y sonrió.
— Se llama Esperanza.

Y en ese instante, Miguel entendió que lo que había regalado no era solo una muñeca. Había regalado una infancia más feliz, un recuerdo imborrable, y sobre todo, lo más valioso de todo: esperanza.