La Última Rosa

La Última Rosa

I.

En un pequeño pueblo llamado San Rafael, entre las colinas secas y polvorientas del centro de México, vivía un hombre llamado Don Tomás. Era un campesino de más de setenta años, de manos ásperas y mirada tranquila, que había pasado toda su vida trabajando la tierra.

Don Tomás no era rico, pero todos lo querían por su bondad, su honestidad y, sobre todo, por su gran devoción a la Virgen de Guadalupe. Cada mañana encendía una vela ante la imagen de la Morenita del Tepeyac que colgaba en su pared. Y en cada fiesta religiosa, sin importar el sol o la lluvia, caminaba con su bastón hasta la iglesia del pueblo, donde rezaba con fervor.

La gente decía en broma:

“Si la Virgen tiene una lista de sus devotos favoritos, Don Tomás está en los primeros lugares.”

Él solo sonreía:

“No la amo por recompensa. La amo porque nunca me ha abandonado, ni siquiera cuando yo me perdí.”

II.

Diez años atrás, Don Tomás había perdido toda su cosecha por una fuerte sequía. Desesperado, cayó en el alcohol y en las deudas. Una noche, tirado en el lodo detrás de su casa, pensó en acabar con todo. Pero entonces, en medio de la oscuridad, soñó con una mujer vestida de azul, cubierta con un manto de estrellas. Ella se inclinó sobre él, tocó su frente y dijo con dulzura:

“Hijo mío, levántate. Todavía no es tu hora.”

Desde esa noche, dejó de beber, pagó sus deudas poco a poco y volvió a vivir con paz.

III.

Ese diciembre, Don Tomás enfermó gravemente. El médico del pueblo le dijo que su corazón estaba cansado, que tal vez solo le quedaban unos días.

Él no se asustó:

“He vivido suficiente. Si la Virgen viene por mí, estoy listo.”

El 12 de diciembre, día de la Virgen de Guadalupe, el pueblo estaba de fiesta. Las campanas repicaban, los niños corrían con flores, y los adultos preparaban la procesión. Pero en la pequeña casa de adobe al final del pueblo, Don Tomás yacía débil en su cama.

Su hija, Lucía, le sostenía la mano con lágrimas en los ojos:

“Papá, no me dejes…”

Él susurró:

“No me voy solo, hija. Ella vendrá. Siempre cumple.”

La familia se reunió en su cuarto y comenzaron a rezar el Rosario. La vela frente a la imagen de la Virgen temblaba suavemente, lanzando sombras doradas sobre las paredes.

IV.

Justo cuando comenzaron a cantar “La Guadalupana”, un suave aroma a rosas llenó el aire. Todos se miraron. La ventana estaba cerrada, pero una brisa ligera recorrió el cuarto, y luego —como un milagro— pétalos de rosa comenzaron a caer del techo.

Lucía exclamó:

“¡Mamá! ¡Están cayendo rosas!”

El cuarto se quedó en silencio. Solo se escuchaba el canto y el sonido leve de los pétalos tocando el suelo. Don Tomás abrió los ojos. Ya no estaban nublados. Su mirada brillaba con una paz inmensa.

Levantó la mano —con fuerza, sin temblor— y tocó uno de los pétalos que había caído sobre su pecho. Luego, fijó la vista en la imagen de la Virgen.

“Gracias, Madre… Has venido,” susurró.

Respiró hondo… y se fue, en silencio, con una sonrisa en los labios.

Nadie dijo nada. Solo Lucía lloró, pero ya no con miedo, sino con gratitud. Sobre el pecho de Don Tomás, había quedado una rosa roja, perfecta, que nadie había traído.


Epílogo

Don Tomás fue enterrado bajo un viejo rosal en su patio trasero. Desde entonces, cada diciembre, el rosal florece con una sola rosa roja. Nadie lo riega, nadie lo cuida, pero la rosa aparece sin falta. Los vecinos la llaman “La rosa de la promesa”.

Lucía heredó la imagen de la Virgen y el hábito de encenderle una vela cada mañana. Les cuenta a sus hijos y nietos la historia del día en que la Virgen vino en persona, para llevar a su padre a casa.

—“Ella no abandona a nadie. Si la amas, vendrá por ti también.”


Mensaje final

En la hora de la muerte, no hay enemigo más grande que el miedo.
Pero la Virgen María es luz, consuelo, y la última rosa que necesitamos…
Para no morir solos.