En el callejón Lafuente, casi escondido entre una ferretería cerrada y un grafiti de colores, había un pequeño local con un cartel que decía:
En el callejón Lafuente, casi escondido entre una ferretería cerrada y un grafiti de colores, había un pequeño local con un cartel que decía:
“Se arreglan cosas que no se ven. —Manuel.”

No decía “relojería”, ni “costura”, ni “electrónica”. Solo eso.
Dentro, había una mesa, una lámpara de luz cálida, herramientas ordenadas con precisión y un señor con las manos temblorosas, mirada de lechuza y una voz que casi siempre susurraba.
Manuel tenía 90 años y arreglaba cosas sin preguntar. Un juguete roto, una radio antigua, un anillo partido, una carta arrugada. A veces, la gente no sabía por qué lo traía, solo que algo dentro necesitaba volver a estar entero.
—¿Arregla móviles? —le preguntó un adolescente una tarde.
—No. Pero puedo ayudarte a entender por qué se te cayó al agua.
—Fue sin querer.
—Nunca es solo sin querer.
Al día siguiente, el chico volvió. Esta vez con una caja de madera partida.
—Era de mi abuelo.
—Entonces no la arreglaremos —dijo Manuel—. Solo la escucharemos.
La gente empezó a hablar del taller. No por publicidad, sino por susurros. Cada objeto arreglado venía con algo más: una historia, una frase, un silencio que explicaba lo que dolía.
—¿Y usted, don Manuel? —preguntó una mujer un día—. ¿Quién le arregla a usted?
—Mi mujer lo hacía. Hasta que se fue.

—¿Y desde entonces?
—Desde entonces, me arreglo despacito, como puedo… reparando a otros.
Un lunes, apareció Clara, de 40 años, con unos zapatos de bebé sin su par.
—Encontré uno solo, en una caja con fotos. Nunca tuve hijos. Pero cuando lo vi, no sé… me rompí un poco.
Manuel lo observó. Le limpió el polvo. Le puso una plantilla nueva. Y luego, le entregó una nota:
“No es el zapato lo que duele. Es lo que no fue.
Pero también eso merece un lugar limpio y digno en tu memoria.”
Clara lloró sin culpa.
Esa era la especialidad de Manuel: no arreglaba objetos, sino significados.
Una mañana, el taller no abrió.
La lámpara seguía encendida, pero la puerta estaba cerrada. Un cartel nuevo había sido colocado:
“He salido a reparar lo que me queda por dentro.
Gracias por traerme tantas cosas rotas.
Ahora… me toca a mí.”
Clara, el adolescente, la mujer del anillo partido, y otros tantos comenzaron a dejar objetos en la puerta. No para que fueran reparados, sino como ofrendas. Una forma de decir: “yo también me estoy arreglando.”
Un mes después, el local seguía cerrado. Pero alguien —nadie supo quién— abrió la puerta una mañana, colocó una pequeña estantería con una libreta encima y una nota:
“Tómate lo que necesites.
Deja lo que ya no te sirva.
Todo tiene arreglo… si se escucha con atención.”
Desde entonces, el taller ya no es de Manuel, pero sigue funcionando.
Cada objeto que alguien deja, otra persona lo recoge.
Y cada persona que entra, sale un poco menos rota.
Porque a veces, los mejores talleres no tienen técnicos…
…tienen almas