Cuando Rosa se jubiló como enfermera, decidió mudarse a una pequeña casa en los Pirineos. Después de toda una vida en hospitales
Cuando Rosa se jubiló como enfermera, decidió mudarse a una pequeña casa en los Pirineos. Después de toda una vida en hospitales, con turnos eternos y despedidas duras, buscaba silencio. Y lo encontró en aquel rincón de montaña donde el agua era fría y los inviernos callaban al mundo.
Una mañana de abril, al salir a barrer el porche, lo vio por primera vez.
—¿Qué haces tú tan cerca? —susurró.
Un ciervo joven, flaco, con una herida en la pata trasera, la miraba desde la linde del bosque. Tenía los ojos grandes, temblorosos. No se movía.
Rosa dejó la escoba. Retrocedió un paso. Y entró en casa.
Volvió con un cubo de agua y un poco de pan duro empapado en leche.
—No te voy a tocar. Solo… te dejo esto.
Durante días, fue lo mismo. El ciervo aparecía al amanecer. Se quedaba unos minutos. Comía si ella se iba. Luego desaparecía entre los robles.
Pasaron los meses. El ciervo mejoró. Y aunque podía haberse marchado, no lo hizo.
—Te voy a llamar Bruno —le dijo una tarde—. Aunque no creo que te importe.
Bruno se quedaba en el claro. No se acercaba más de unos metros. Pero se quedaba. Y Rosa empezó a hablarle. De cosas que no contaba a nadie. De su hijo, que vivía lejos. De su esposo, que había muerto de cáncer. De cómo a veces le daba miedo el silencio.
—Pero contigo no me pesa tanto —le dijo un día—. Tú… me haces compañía.
El segundo invierno fue duro. Nieve hasta la cintura. Rosa cayó en casa y se rompió la muñeca. Tardaron días en llegar a ayudarla.
Pero cuando los rescatistas entraron, notaron algo extraño: las huellas.
Huellas de ciervo, marcadas en la nieve, justo frente a la puerta.
—Este animal no se ha ido —dijo uno de ellos.
—Ni un solo día —respondió Rosa, sonriendo con lágrimas en los ojos.
Bruno nunca cruzó la puerta. Nunca entró en casa. Pero estaba ahí. Siempre.
A la primavera siguiente, dejó de venir.
Rosa supo que algo había pasado. No era como otras veces. Esa ausencia pesaba distinto.
Lo esperó una semana. Dos.
Y al final, bajó al claro con un cesto. Colocó una manzana, un trozo de pan, y una ramita de romero.
—Por si puedes olerlo desde donde estés —dijo en voz baja.
Desde entonces, cada abril, Rosa baja al mismo lugar.
Y aunque Bruno nunca volvió, los del pueblo, al pasar cerca de su casa, a veces ven a otros ciervos rondando cerca del porche. Ciervos jóvenes, confiados, como si supieran que ese rincón guarda una historia de silencio, cuidado y gratitud.
—¿Y si son sus crías? —le preguntó una niña.
—O solo su memoria —respondió Rosa—. Que sigue viniendo… pero con otras patas.
Porque a veces, la compañía más fiel no es la que se queda para siempre…
Sino la que vuelve lo justo para que no nos hundamos del todo.