Cada martes, a las cinco de la mañana, una mujer cruzaba a pie el puente que conecta Tecún Umán, Guatemala, con Ciudad Hidalgo, México. Se llamaba Rosa, tenía 43 años, y en lugar de mercancía o víveres, cargaba una cajita de cartón atada con una cuerda. Dentro, había libros. Solo libros.
Cada martes, a las cinco de la mañana, una mujer cruzaba a pie el puente que conecta Tecún Umán, Guatemala, con Ciudad Hidalgo, México. Se llamaba Rosa, tenía 43 años, y en lugar de mercancía o víveres, cargaba una cajita de cartón atada con una cuerda. Dentro, había libros. Solo libros.
Era madre soltera, empleada doméstica en el lado mexicano, y apenas había terminado la primaria. Pero algo había cambiado el día que encontró un libro entre los restos del mercado: una edición rota de Cien años de soledad, con páginas arrancadas y manchas de café.
No entendió todo. Pero lo que entendió la quemó por dentro.
—“El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre…” —leyó en voz baja mientras fregaba el suelo de la casa donde trabajaba.
Desde entonces, empezó a buscar libros como quien busca pan. A escondidas, en la basura, en librerías de segunda, en ferias de pulgas. Se los llevaba a casa, del otro lado de la frontera, para compartirlos con su hijo Diego, que tenía doce años y un hambre feroz de palabras.
No tenía biblioteca, así que los metía todos en una cajita de cartón, envueltos en bolsas para que no se mojaran. Cada semana la cruzaba en silencio, aferrada a ella como si cargara medicinas.
Un día, una señora en la aduana le preguntó:
—¿Qué lleva ahí?
Rosa abrió la caja sin miedo.
—Libros. No pesan mucho, pero alivian bastante.
La dejaron pasar.
En casa, Diego la esperaba con un banquito de plástico y una linterna. Había aprendido a leer con los envoltorios del arroz y los carteles del mercado, pero ahora… ahora leía en serio.
—¿Qué trajiste hoy, mamá?
—Uno de aventuras y uno que no entiendo pero que suena bonito.
Se sentaban juntos bajo una lámpara de gas. Ella leía en voz alta lo que podía, él completaba lo que ella no lograba descifrar. Así se enseñaban mutuamente.
Cuando llegaron las lluvias, la caja se empezó a deshacer. Rosa la reforzó con cinta, cartón doble, plástico… como si protegiera algo sagrado.
—Un día vamos a tener estante —dijo Diego, mientras escribía sus primeras frases en un cuaderno viejo.
—Un día vas a escribir los tuyos —respondió Rosa, acariciándole el cabello.
Pasaron meses. Rosa aprendió a leer mejor. Diego ganó un concurso escolar con un cuento sobre una madre que cruzaba puentes con libros en una caja mágica.
El director del colegio lo felicitó, emocionado.
—¿Y esta historia te la inventaste?
—No —dijo Diego—. Esta historia es real. Y todavía no termina.
Esa misma semana, el colegio les regaló una pequeña estantería. La colocaron en la entrada de su casa, bajo un techo de zinc, con un letrero hecho a mano:
“Biblioteca de la Frontera: Si no puedes cruzar el puente, las palabras lo harán por ti.”
Hoy, otros niños del barrio se acercan a buscar libros. Algunos ni siquiera saben leer bien, pero Rosa se sienta con ellos, como se sentaba con Diego.
Y aunque la caja ya no cruza el río, sigue viva. Está expuesta en la estantería, como símbolo.
Porque hubo una vez una madre que no sabía mucho de letras, pero sabía esto: que cuando a un hijo se le pone un libro en las manos… ya no camina solo.