FORZADA A CASARSE CON UN HOMBRE EN COMA… HASTA QUE UN BESO LO CAMBIÓ TODO!
Elena firmó su sentencia de por vida en un hospital frío y silencioso, convirtiéndose en la esposa de un extraño que no podía protestar desde su leto de coma. La jaula dorada que la esperaba ocultaba un secreto mucho más oscuro que la enfermedad de su nuevo marido.

Lo que nadie sabía era que su único acto de compasión, un simple beso, estaba a punto de desatar un infierno y despertar a un hombre mucho más peligroso de lo que todos creían. Ella se casó para salvar a su familia, sin imaginar que tendría que salvarse a sí misma del hombre al que acababa de despertar.
Ahora comencemos. Elena tragó saliva, el sonido seco resonando en el silencio opresivo de la habitación de hospital.
El bolígrafo en su mano temblaba mientras firmaba el último papel, su nombre al lado del de Damián de la Vega, un hombre cuyo rostro solo había visto en fotografías y ahora en la quietud de una cama clínica. El documento oficial, con sus cláusulas frías y precisas, no decía acta de matrimonio, sino contrato. Pero era lo mismo. Ataba su vida, su futuro y su alma a la familia que había destruido a la suya.
Su padre, un hombre antes orgulloso y lleno de vida, estaba sentado en una silla en el pasillo con la cabeza entre las manos, la imagen misma de la derrota. Fue su error, una inversión desastrosa con el socio equivocado, lo que los había dejado con una deuda impagable con el Imperio de la Vega. Y esta era la solución, la única salida que Matías de la Vega, el patriarca, les había ofrecido la mano de su hijo en coma a cambio del perdón de la deuda.
Elena no se convertía en una nuera, se convertía en una garantía, en una posesión. La abogada de la familia de la Vega, una mujer con un traje tan afilado como su mirada, recogió los papeles con una eficiencia desprovista de emoción. “Felicidades, señora de la Vega”, dijo con un tono que era cualquier cosa menos festivo. Elena no respondió.
Sus ojos estaban fijos en el hombre de la cama, “Damián de la Vega.” Las fotos en internet lo mostraban como un hombre imponente, con una sonrisa arrogante y ojos oscuros que parecían saberlo todo. Lo llamaban el tiburón en el mundo de los negocios, conocido por su brillantez y su crueldad.
Pero el hombre frente a ella era una sombra pálido, con un respirador ayudándolo a cada un universo de cables y máquinas que pitaban con una monotonía enloquecedora. Su único movimiento era el suave ascenso y descenso de su pecho. Hacía 6 meses, su coche deportivo se había salido de una carretera de montaña en circunstancias que la policía calificó de sospechosas.
Sobrevivió, pero su mente no regresó del abismo. Los médicos decían que la esperanza era una fantasía. El patriarca don Matías había sufrido un derrame cerebral al enterarse de la noticia, dejándolo parcialmente paralizado y con el habla afectada. Y fue entonces cuando su esposa, Leticia, una mujer de acero forjado en la alta sociedad, tomó las riendas. Fue ella quien orquestó este macabro acuerdo.
Creía que un de la Vega debía morir con el apellido intacto y eso significaba un heredero en el trono, incluso si estaba en coma. Y más importante, una esposa que actuara como guardiana, asegurando que nadie más pudiera reclamar su fortuna. Especialmente no, Sofía Montenegro, la ex prometida de Damián, una mujer que Leticia despreciaba profundamente. Irás a la mansión esta noche.
La señora Leticia te espera. Ha preparado tu habitación, continuó la abogada sacando a Elena de su trance. Tu padre puede irse. El acuerdo está sellado. Su deuda ha sido liquidada. La palabra liquidada sonó como una ejecución. Su padre se levantó, evitó su mirada y se marchó sin decir una palabra, dejándola sola con su nuevo esposo y su nueva vida.
Un chófer silencioso la llevó a la mansión de la Vega, una fortaleza de mármol y cristal que se alzaba sobre la ciudad como un monumento a la riqueza y al poder. Dentro el aire era frío y estancado. Leticia de la Vega la recibió en el gran salón. Era una mujer elegante, con un peinado perfecto y joyas que brillaban como trozos de hielo. Su sonrisa no llegó a sus ojos. “Bienvenida, Elena”, dijo.
Su voz era seda alrededor de una cuchilla. “Espero que entiendas tu papel aquí. Eres la esposa de mi hijo. Tu deber es cuidarlo, representarlo y, sobre todo, ser discreta. No eres parte de esta familia por amor, sino por necesidad. No lo olvides. Cada palabra era un golpe. Elena asintió sintiendo que su voz se había quedado en el hospital.
Te mostraré tú, nuestra habitación, dijo Leticia, enfatizando la palabra nuestra con un matiz de sarcasmo. La habitación principal era más grande que todo el apartamento de Elena. Tenía una cama enorme y vacía, y a un lado una puerta que conducía a una suite médica completamente equipada donde Damián sería trasladado en los próximos días. Era una prisión lujosa. Tu ropa ya está en el armario.
Mis asistentes se encargaron de comprarte lo que necesitas. No quiero que uses tus arapos en mi casa! añadió Leticia con una mirada de desdén a su sencillo vestido. Los primeros días fueron un infierno silencioso. Elena aprendió a ser invisible. Se movía por la casa como un fantasma, ignorada por el personal, observada con desprecio por Leticia y por Ricardo, el sobrino de Matías.
Un hombre con una sonrisa encantadora que no lograba ocultar la ambición en sus ojos. Él la trataba con una falsa amabilidad que le erizaba la piel. Pobre Elena”, le dijo un día encontrándola en el jardín, atrapada en esta tragedia. “Si necesitas algo, cualquier cosa, no dudes en decírmelo. Sé que mi tía puede ser difícil.” Elena sabía que no debía confiar en él. Había algo en su mirada, una satisfacción apenas disimulada por la situación de Damián, que la ponía en alerta.
Damián fue trasladado a la mansión una semana después de la boda. La suite médica se convirtió en el centro del universo de Elena. Un equipo de enfermeras se encargaba de sus cuidados básicos, pero Elena sentía la obligación de estar allí. Al principio, era por un sentido del deber, por la extraña formalidad de ser su esposa.
Se sentaba en un sillón junto a su cama y leía libros en voz alta, las palabras llenando el silencio de los pitidos de las máquinas. Las enfermeras la miraban con una mezcla de lástima y curiosidad. Nadie esperaba que ella se preocupara. Leticia la veía como una tonta sentimental. No pierdas tu tiempo hablándole, le espetó una tarde al encontrarla leyéndole un libro de poesía. No puede oírte.
Es solo un cuerpo esperando a morir. Pero Elena no se detuvo. Hablarle a Damián se convirtió en su única forma de escape. Le contaba sobre su día, sobre los desprecios de Leticia, sobre la falsedad de Ricardo. Le confesó sus miedos, sus sueños perdidos de convertirse en pianista, un sueño que tuvo que abandonar cuando su familia empezó a tener problemas económicos.
se encontró acariciando su mano inerte mientras hablaba, notando la calidez de su piel, la fuerza de sus dedos, incluso en la inconsciencia. “Tu mano es fuerte”, le susurró una noche mientras la lluvia golpeaba los ventanales.
“Apuesto a que podías romper cualquier cosa con ella o tal vez podía sostener a alguien con mucha delicadeza. ¿Cuál eras tú, Damián? ¿El destructor o el protector?” No había respuesta, solo el ritmo constante del respirador. Una mañana, mientras una enfermera cambiaba la sábanas, Elena notó un pequeño hematoma desvaneciéndose en su muñeca, casi oculto por el reloj de lujo que aún llevaba.
Por curiosidad, mientras estaba sola con él, le quitó el reloj. Debajo vio una cicatriz delgada y blanca, una línea que no parecía producto del accidente. Era vieja. Sin pensarlo, trazó la cicatriz con su dedo. El contacto envió una extraña corriente a través de ella. Empezó a sentir una conexión con él, una empatía por el hombre atrapado dentro de ese cuerpo. Ya no era solo el tiburón, el hombre de las fotos.
Era Damián, su esposo, un ser humano vulnerable que dependía de otros para todo. Sofía Montenegro apareció una semana después. Entró en la mansión como si fuera la dueña, una visión de belleza rubia y arrogancia vestida de diseñador. Se dirigió directamente a la habitación de Damián, encontrando a Elena sentada a su lado.
¿Y tú quién eres? La nueva sirvienta preguntó Sofía, su voz goteando veneno. Soy Elena. Su esposa respondió Elena, poniéndose de pie, sintiendo su corazón latir con fuerza. La risa de Sofía fue cruel. Esposa, ¿de verdad crees que un papel firmado en un hospital te convierte en algo? Eres una enfermera glorificada, cariño. Una usurpadora. Damián me ama a mí.
Cuando despierte te echará a la calle como la basura que eres. Sofía se acercó a la cama ignorando a Elena por completo. Acarició la mejilla de Damián. Oh, mi amor, mira lo que te han hecho. Pero no te preocupes, estoy aquí. Echaré a esta aprovechada y cuidaré de ti. Por favor, vete, dijo Elena, su voz más firme de lo que esperaba. No tienes derecho a estar aquí.
Sofía se giró hacia ella, sus ojos brillando con furia. ¿Qué? No tengo derecho. Yo era su prometida. Estábamos a punto de casarnos antes de que tu estúpida familia arruinara todo. Tú solo eres el peón que Leticia usa para mantenerme alejada, pero te equivocas y crees que voy a rendirme. Los enfrentamientos con Sofía se volvieron frecuentes.
Aparecía sin avisar, criticando a Elena, menospreciando su presencia, llenando la habitación con su perfume caro y su energía tóxica. Cada visita dejaba a Elena temblando de rabia e impotencia. Fue después de una visita particularmente cruel de Sofía que todo cambió. Sofía la había acusado de robar las joyas que Leticia le había prestado para un evento de caridad al que fue obligada a asistir.
Fue una mentira descarada, pero Leticia pareció disfrutar del drama, observando a Elena con una fría satisfacción. Esa noche, Elena se sintió más sola que nunca. Se refugió en la habitación de Damián, las lágrimas corriendo por sus mejillas. Ojalá estuvieras despierto”, le susurró al hombre inmóvil. “Ojalá pudieras defenderme o simplemente decirme qué hacer. Todos aquí me odian.
Soy una extraña en mi propia vida.” Se sentó en el borde de la cama y tomó su mano, apretándola con fuerza. “Tu ex prometida es una víbora”, continuó una pequeña sonrisa amarga asomando en sus labios. Y tu madre, bueno, tu madre es la reina de las víboras. Y Ricardo, no sé qué es, pero me da miedo.
Eres el único en esta casa que no me hace sentir como una intrusa. Y ni siquiera estás aquí de verdad. La luz de la luna se filtraba por la ventana bañando su rostro pálido. Lo miró detenidamente, observando las líneas de su mandíbula, sus pestañas oscuras contra su piel, la pequeña cicatriz en su ceja que nunca había notado.
Era increíblemente guapo, incluso en ese estado. Sintió una oleada de una emoción que no pudo nombrar. No era solo lástima, era algo más profundo, una mezcla de ternura, de protección, de una conexión forjada en el silencio y la soledad compartida. Se inclinó sobre él, su cabello rozando su frente. El olor del antiséptico se mezclaba con un rastro muy débil de su colonia, un fantasma de la persona que fue.
Las palabras que Sofía le había gritado resonaron en su cabeza. Cuando despierte, te echará a la calle. Quizás era verdad, pero en ese momento no le importaba. Él era su única ancla en esa tormenta. “Por favor, Damián”, susurró contra su mejilla, las lágrimas aún frescas en su rostro. “No me dejes sola aquí.
” Lentamente, movida por un impulso que no entendía, cerró los ojos y presionó sus labios contra los de él. Fue un beso increíblemente suave, casto, sin ninguna expectativa. Fue un gesto de despedida a la esperanza que se desvanecía, un susurro de consuelo para sí misma, una caricia para el hombre perdido en la oscuridad. No esperaba nada. No esperaba una respuesta ni un milagro de cuento de hadas.
Fue solo un momento de pura y desesperada emoción. Pero entonces algo sucedió, un cambio casi imperceptible. sintió una ligera presión de vuelta contra sus labios. Una vibración. Su corazón se detuvo. Se apartó de golpe. Sus ojos se abrieron de par en par. Miró su rostro. No había nada, la misma quietud. Debió haberlo imaginado. Era el cansancio, el estrés.
Pero entonces sus dedos, los que ella todavía sostenía en su mano, se movieron. Un pequeño espasmo, luego otro más fuerte. Apretaron su mano. Elena ahogó un grito. Sus ojos volaron de su mano a su rostro. Las máquinas junto a la cama comenzaron a pitar sus ritmos cambiando de manera errática.
Y entonces, lentamente, como unas persianas que no se han abierto en mucho tiempo, sus párpados temblaron y se abrieron. Los ojos de Damián de la Vega, oscuros e increíblemente intensos, la miraron directamente. Estaban llenos de confusión, de niebla, pero estaban despiertos. Estaban enfocados en ella.
El hombre en coma, el esposo fantasma, el centro de su miserable existencia, había vuelto a la vida. Y lo primero que vio fue el rostro de la mujer que lo había despertado con un beso. Elena se quedó sin aliento, su mente en blanco, atrapada en la intensidad de una mirada que nunca pensó que vería. El milagro que los médicos habían descartado acababa de ocurrir, pero en lugar de alivio, una nueva ola de terror la recorrió.
El juego había cambiado y ella estaba en el centro del tablero. Su corazón martilleaba contra sus costillas, un tambor salvaje en el silencio repentinamente tenso. La enfermera de turno, una mujer mayor llamada Marta, entró corriendo, alertada por las alarmas de los monitores. Se detuvo en seco al ver a Damián con los ojos abiertos mirando a Elena.
Su boca se abrió, pero no salió ningún sonido. Doctor, balbuceo finalmente corriendo hacia el intercomunicador. Código azul. No, esperen, doctor, venga a la suite principal ahora mismo. Es el señor de la Vega. Ha despertado. Elena no podía apartar la mirada de Damián.
Su expresión era indescifrable, una mezcla de confusión profunda y algo más, algo que parecía una pregunta silenciosa. Intentó hablar, pero solo un sonido áspero salió de su garganta, atrofiada por meses de inactividad. Su mano, todavía en la de Elena, apretó con más fuerza, casi como un ancla en un mundo que había cambiado por completo para él.
En minutos la habitación se llenó de gente, médicos, enfermeras y pronto una Leticia pálida y conmocionada, seguida de un Ricardo cuya sonrisa de sorpresa parecía forzada. “Damián, hijo mío”, exclamó Leticia, empujando a Elena a un lado para acercarse a la cama. Pero los ojos de Damián no la siguieron.
Permanecieron fijos en Elena, que ahora estaba de pie en un rincón de la habitación, sintiéndose de nuevo como una intrusa. Los médicos comenzaron a examinarlo, bombardeándolo con preguntas, luces y pruebas de reflejos. Él respondía con lentos parpadeos o ligeros movimientos de cabeza, su mente luchando por reconectarse con su cuerpo. Después de lo que pareció una eternidad, el neurólogo principal se dirigió a la familia.
Es un milagro, dijo sin intentar ocultar su asombro. Sus funciones vitales son estables. Está confundido, lo cual es normal. La recuperación será un proceso largo y difícil. Terapia física del habla, pero el primer paso, el más imposible, ya lo ha dado. Ha vuelto.
Leticia lloraba, lágrimas que parecían genuinas mientras Ricardo le ponía una mano reconfortante en el hombro, aunque sus ojos estaban calculando, analizando la nueva situación. Nadie parecía notar a Elena hasta que la voz áspera y rasposa de Damián llenó la habitación. Fue solo una palabra. ¿Quién? preguntó su mirada recorriendo a los médicos, a su madre, a su primo, para finalmente posarse de nuevo en Elena, que se estremeció bajo su escrutinio.
“¿Eres tú?” La pregunta quedó suspendida en el aire, cargada de una tensión insoportable. Antes de que nadie pudiera responder, Elena sintió una oleada de pánico. ¿Qué iban a decirle? La verdad, ¿qué era la mujer con la que se habían casado mientras él estaba inconsciente para salvar a su padre de la cárcel? Leticia se adelantó, su compostura recuperada.
Soy tu madre, Damián, y este es tu primo, Ricardo. Luego hizo un gesto vago en dirección a Elena. Ella es Elena. ha estado ayudando con tu cuidado. La mentira fue tan rápida y tan fácil que a Elena le robó el aliento. No tu esposa, no la mujer que ha estado a tu lado día y noche. Solo Elena, una cuidadora, sintió una punzada de dolor y humillación, pero también un extraño alivio.
Era más fácil ser una extraña que la esposa de un contrato. Durante las siguientes semanas, la mansión de La Vega se transformó. Las terapias de Damián dictaban el ritmo de cada día. Terapeutas físicos lo ayudaban a mover sus músculos atrofiados, logrando que se sentara y luego, con gran esfuerzo, se pusiera de pie.
Logopedas trabajaban con él para recuperar el habla, empezando con palabras y avanzando lentamente hacia frases completas. Su memoria era un rompecabezas. Recordaba quién era, su familia, su empresa. Pero los meses previos al accidente eran una niebla densa y el accidente en sí un agujero negro. No recordaba a Sofía, su prometida, lo cual causó un ataque de histeria en la rubia cuando finalmente se le permitió verlo y él la miró como a una completa desconocida.
Durante todo este tiempo, Damián fue frío y distante con todos, incluida su madre. Era impaciente, frustrado por su debilidad física y su temperamento, que según los rumores era legendario, comenzaba a resurgir. Pero su actitud hacia Elena era diferente. No era cálido, pero era observador. La seguía con la mirada por la habitación, como si estuviera tratando de resolver un acertijo.
Elena, siguiendo las instrucciones de Leticia, mantuvo su distancia. actuaba como una asistente, trayéndole agua, ajustándole las almohadas, leyendo en voz alta cuando él lo pedía. Pero había una corriente subterránea entre ellos, una conexión silenciosa forjada en las noches en que ella le había confesado sus secretos a su cuerpo inconsciente.
Una tarde él la encontró en la biblioteca, sentada al piano, sus dedos acariciando las teclas sin emitir sonido. Él había logrado caminar hasta allí solo, apoyándose en las paredes. “¿Sabes tocar?”, preguntó su voz aún áspera, pero más fuerte. Elena se sobresaltó, retirando las manos como si la hubieran pillado haciendo algo prohibido. Un poco. Hace mucho que no practico.
Mintió. Toca algo, ordenó él. No fue una petición. Elena dudó, pero había algo en su mirada que le impidió negarse. Con los dedos temblorosos, comenzó a tocar una pieza suave y melancólica de chopín. La música llenó la biblioteca, una melodía llena de la tristeza y la soledad que había sentido durante meses.
Cuando terminó, el silencio volvió a instalarse. Damián no dijo nada, pero su expresión había cambiado. La furia y la frustración que siempre parecían bullir bajo su superficie se habían calmado. Parecía en paz. Tu madre dijo que eras una cuidadora, dijo él finalmente, su voz baja.
Pero las cuidadoras no tocan a Chopín como si su vida dependiera de ello. Tampoco se quedan despiertas toda la noche en un sillón, incluso cuando las enfermeras están de servicio. Te he oído. A veces, cuando aún no podía moverme, podía oírte. Oír tu voz, oler tu perfume. El corazón de Elena se disparó. ¿Qué? ¿Qué oíste?”, susurró. Él dio un paso más cerca, su imponente figura proyectando una sombra sobre ella.
“Oí a una mujer triste”, dijo, su mirada intensa penetrando la de ella. Oía a una mujer que hablaba de sueños perdidos y de una familia a la que echaba de menos. Y sentí, sentí sus labios en los míos justo antes de despertar. Fue como una descarga eléctrica en la oscuridad. Ahora dime la verdad.
Elena, ¿quién demonios eres tú? La pregunta directa la dejó sin defensas. No podía mentirle, no cuando él la miraba de esa manera, como si pudiera ver directamente en su alma. Pero la verdad era una bomba que podía destruir todo. Justo cuando iba a abrir la boca para intentar explicarse, la voz helada de Leticia sonó desde la puerta. Damián, deberías estar descansando.
Elena, ¿qué crees que estás haciendo? Deja a mi hijo en paz y vuelve a tus quehaacceres. La oportunidad se perdió. Damián lanzó a su madre una mirada de puro fastidio antes de darse la vuelta y marcharse lentamente de la biblioteca. Pero el intercambio había cambiado algo fundamental. La pregunta había sido hecha. El secreto estaba a punto de explotar y Elena sabía que cuando lo hiciera tendría que enfrentarse no solo a la furia de Leticia, sino también a la del hombre con el que estaba casada en secreto, el hombre al que había despertado de un sueño profundo solo para quizás arrojarlo a una pesadilla de
la que él era el protagonista principal. La tensión en la casa se hizo tan espesa que se podía cortar con un cuchillo. Damián se fortalecía cada día y con su fuerza física, su curiosidad y su impaciencia crecían exponencialmente. Ignoraba las evasivas de su madre y las falsas sonrisas de Ricardo.
Su atención estaba centrada casi por completo en Elena. La arrinconaba en los pasillos, la interrogaba durante sus comidas y la observaba con una intensidad que la hacía sentir desnuda. Él sabía que ella era la clave del misterio, la pieza que no encajaba en la historia que le estaban contando. El enfrentamiento final llegó una noche lluviosa, dos meses después de que despertara.
Damián ya podía caminar sin ayuda, aunque con una ligera cojera que, según los médicos, podría ser permanente. Encontró a Elena en la suite médica, ahora desmantelada, que estaba conectada a su dormitorio. Ella estaba recogiendo los últimos vestigios de su vida anterior, las novelas que le leía. Él cerró la puerta detrás de él, el sonido del cerrojo resonando en el silencio.
Se acabaron los juegos, Elena dijo. Su voz era un gruñido bajo. He hablado con los abogados hoy. No directamente, claro. Mi madre controla el acceso a todo, pero soy bueno encontrando grietas. Envié un mensaje a través de uno de mis contactos leales.
Le pedí que revisara los registros del estado civil de los últimos seis meses y encontré algo interesante. Elena se quedó paralizada. El libro se le escapó de las manos y cayó al suelo con un ruido sordo. El miedo, frío y paralizante se apoderó de ella. Resulta”, continuó Damián acercándose a ella lentamente como un depredador acechando a su presa, “Que estoy casado. Me casé hace tres meses en una ceremonia privada en el hospital.
¿Y adivina quién es la afortunada novia? Una tal Elena Rosales” se detuvo frente a ella, tan cerca que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. La diferencia de altura era abrumadora. tuvo que inclinar la cabeza hacia atrás para mirarlo a los ojos. Vio una furia helada en ellos, una traición tan profunda que la hizo temblar. Así que voy a preguntártelo una última vez.
¿Quién eres? Soy soy tu esposa, susurró, la confesión saliendo como un suspiro de derrota. La expresión de Damián se endureció hasta convertirse en una máscara de desprecio. Mi esposa, tú. Una mujer a la que nunca he visto en mi vida. ¿Por qué? Por el dinero. Mi madre te pagó para que te casaras con un vegetal. Creíste que moriría y te quedarías con todo.
No, exclamó ella, la injusticia de la acusación rompiendo su miedo. No fue así. Mi padre, él tenía una deuda con tu familia, una deuda enorme. Tú, tu madre, me ofreció un trato. El matrimonio a cambio de la libertad de mi padre. Una risa amarga y cruel escapó de los labios de Damián. Un trato. Así que no eres una casa fortunas, eres un sacrificio. Un peón en el juego de mi madre.
Eso es casi peor. Te vendieron como a un animal. Hice lo que tenía que hacer para salvar a mi familia”, dijo ella, su voz temblando pero firme. “No me arrepiento de eso.” “Oh, de verdad. ¿Y qué esperabas? Pasar el resto de tu vida cuidando a un hombre en coma? ¿Heredar su fortuna cuando finalmente dejara de respirar? ¿No contabas con que yo despertara, verdad?” Cada palabra era un latigazo.
Él levantó una mano y le rozó la mejilla con el dorso de los dedos. Un toque que debería haber sido suave, pero que se sintió como una amenaza. Sentí tu beso, ¿sabes? Fue lo primero que sentí de verdad en meses. Y pensé, por un momento, pensé que era un ángel. Qué irónico. Resulta que era solo la mujer que se casó con mi cuenta bancaria.
Elena retrocedió de un paso, el dolor de sus palabras más agudo que cualquier golpe físico. “No sabes nada”, espetó ella. “No sabes cómo fueron estos meses. No sabes lo sola que estaba, el desprecio de tu familia, el miedo constante. Sí, me casé contigo por obligación, pero me quedé a tu lado por por algo más, por compasión. No quiero tu lástima, Elena.
Y ciertamente no quiero una esposa que fue comprada y pagada. Él se acercó de nuevo, invadiendo su espacio personal, su aroma masculino, llenando sus sentidos. Era una mezcla de sándalo y rabia. Esto no es un matrimonio, es un contrato y los contratos se pueden romper. Pero antes de echarte de mi casa y de mi vida, quiero algo a cambio.
¿Qué? ¿Qué quieres? preguntó ella, su voz apenas un hilo. Los ojos de Damián bajaron a sus labios. La furia en su mirada se mezcló con algo más oscuro, algo primario que la hizo contener la respiración. Mi madre y mi primo te trajeron aquí por una razón. Mi padre sufrió un derrame cuando tuve el accidente. Lo sé. Este matrimonio te convierte en mi guardiana legal en ciertos aspectos, ¿no es así? Bloquea a otros. bloquea a Sofía.
Mencionó el nombre con un matiz de desagrado, a pesar de que apenas la recordaba. Eres una pieza en su tablero, pero ahora yo estoy despierto y voy a jugar mi propio juego. Te quedarás aquí. Actuarás como mi devota esposa frente a todos. Y mientras tanto, me dirás cada cosa que has visto y oído en esta casa desde que llegaste.
Cada susurro, cada mirada extraña de Ricardo, cada llamada sospechosa de mi madre, te convertirás en mis ojos y oídos. Elena lo miró estupefacta. ¿Y por qué haría yo eso? ¿Por qué debería ayudarte después de cómo me has tratado? La comisura de sus labios se curvó en una sonrisa cínica. Porque si no lo haces, no solo anularé nuestro ridículo matrimonio, sino que reactivaré la deuda de tu padre.
Y te aseguro que me encargaré de que pase el resto de sus días en una celda. Tienes la libertad de tu padre en tus manos de nuevo. Era un chantaje, simple y llanamente. La estaba atrapando igual que había hecho su madre.
se dio cuenta de que había escapado de una jaula solo para caer en otra, una quizás más peligrosa, porque su carcelero la miraba con una mezcla de odio y una atracción que la aterraba y la fascinaba a partes iguales. “Y una cosa más”, añadió él, su voz bajando a un susurro grave. Inclinó la cabeza, su boca tan cerca de la de ella que sus alientos se mezclaron.
Quiero saber qué se siente al besar a mi esposa estando despierto. Antes de que pudiera procesar sus palabras, su boca se estrelló contra la de ella. No fue suave ni compasivo como el beso que ella le había dado. Fue duro, exigente, un beso lleno de ira, frustración y una desesperada necesidad de control. Fue un beso de castigo y de posesión, un intento de marcar su territorio.
Elena debería haberse resistido, debería haberlo empujado. Pero para su horror, una parte de ella respondió. Su cuerpo, privado de afecto y anhelante de cualquier tipo de conexión humana, se rindió por un instante. Sus labios se abrieron bajo los de él y un pequeño gemido escapó de su garganta. Damián pareció sorprendido por su respuesta.
Su agarre en sus brazos se suavizó. El beso se volvió menos furioso, más exploratorio. Su lengua trazó el contorno de sus labios, pidiendo una entrada que ella, en un estado de confusión y deseo, le concedió. El mundo se desvaneció, reemplazado por la sensación de su boca, el sabor a café y a hombre. Fue abrumador, embriagador y completamente aterrador.
Pero tan rápido como empezó, terminó. Damián se apartó bruscamente, dejándola jadeando y temblando. Había una nueva emoción en sus ojos, mezclada con la furia, confusión. Era obvio que él también había sentido esa inesperada chispa y le molestaba. “Ahora estamos a mano”, dijo él, su voz ronca.
“Tú me diste un beso para despertarme. Yo te doy uno para que sepas quién manda ahora. Recuerda nuestro trato, Elena. Eres mía hasta que yo decida lo contrario. Se dio la vuelta y salió de la habitación, dejándola sola, con el corazón desbocado y el sabor de su beso ardiendo en sus labios.
El pacto estaba sellado, no con tinta, sino con un beso cruel y una amenaza. Elena ya no era la cuidadora de un hombre en coma. Era la prisionera de un esposo que la odiaba y la espía en una guerra familiar que apenas comenzaba a entender. Y lo peor de todo era que ese beso le había demostrado que su mayor enemigo no sería Damián, sino su propia y traicionera reacción ante él.
Los días que siguieron se asentaron en una nueva y tensa normalidad, un campo de batalla silencioso donde cada mirada era una estrategia y cada palabra una posible trampa. Elena se convirtió en una sombra experta, aprendiendo los ritmos de la casa, los horarios del personal, los momentos en que Leticia salía a sus compromisos sociales y Ricardo se encerraba en el despacho con la excusa de ayudar a Damián con los asuntos de la empresa.
Damián, por su parte, la trataba con una fría distancia en público, una formalidad que mantenía a su madre y a su primo a raya, pero en privado la sometía a interrogatorios implacables. Se reunían en la biblioteca cada noche, un ritual que Elena tenía y, para su propia confusión anhelaba. La habitación, ante su refugio, se había convertido en una sala de confesiones.
Reporte, decía él, sin siquiera mirarla al principio, sus ojos fijos en los documentos de la empresa que intentaba volver a dominar. Elena le contaba todo. La llamada telefónica de Ricardo en voz baja en el jardín, donde mencionó un pago final y mantener el asunto del coche en secreto. El encuentro de Leticia con un abogado que no era el de la familia, discutiendo sobre cláusulas de incapacidad en el testamento de su esposo Matías.
Damián escuchaba sin mostrar emoción sus dedos tamborileando sobre la mesa de Caoba. Pero Elena aprendió a leer las pequeñas señales, la forma en que su mandíbula se tensaba, el destello gélido en sus ojos. Él estaba absorbiendo cada pieza de información, construyendo un mapa de la traición que lo rodeaba.
“Mi primo siempre ha sido una serpiente ambiciosa”, dijo Damián una noche. Su voz era un murmullo peligroso. “Y mi madre, mi madre ama el control más que a sus propios hijos. No me sorprende que quisiera declararme incapacitado permanentemente. Así ella y Ricardo podrían manejar todo. Su mirada se posó en ella, intensa y evaluadora. Pero tú no encajas en sus planes.
Una esposa comprada es obediente. Tú, tú me despertaste. Arruinaste su perfecto acuerdo. No era mi intención, comenzó Elena, pero él la interrumpió. No importa cuál fue tu intención. Lo que importa es lo que haces ahora. Sigue observando. El chantaje la mantenía atada, pero algo más estaba creciendo entre ellos en el silencio de esas noches.
Una extraña camaradería. Eran dos prisioneros en la misma jaula dorada, cada uno luchando por sobrevivir a su manera. Él comenzó a mirarla de manera diferente. Una vez ella se cortó accidentalmente con el borde de un papel y ahogó un pequeño grito de dolor. Antes de que pudiera reaccionar, él estaba a su lado tomando su mano con una gentileza que la sorprendió.
“Ven”, dijo y la llevó a su baño privado. Abrió el botiquín y sacó un antiséptico y una venda. Sus dedos, largos y sorprendentemente hábiles, limpiaron la pequeña herida y la vendaron con cuidado. Elena se quedó sin aliento por la proximidad. Su cabeza estaba inclinada, el cabello oscuro cayendo sobre su frente, su aliento cálido rozando su piel.
Podía oler su perfume, sentir el calor de su cuerpo. Era la primera vez que la tocaba sin ira desde aquel beso. Cuando terminó, sus ojos se encontraron. La electricidad entre ellos era tan palpable que zumbaba en el aire. Él no soltó su mano de inmediato. Su pulgar acarició su pulso, sintiendo los latidos acelerados de su corazón. “Eres torpe”, murmuró él.
Su voz ronca parecía más una observación para sí mismo que un insulto. Elena sintió que el rubor le subía por el cuello. “Gracias”, susurró. Él pareció salir de su trance soltando su mano como si quemara. No te acostumbres, espetó dándole la espalda. Solo no quiero que mi espía principal quede fuera de servicio por una herida de papel. Pero el muro de frialdad se había agrietado.
Elena vio un destello del hombre que había debajo de la armadura, un hombre capaz de una inesperada ternura. La dinámica de su matrimonio falso estaba a punto de ser puesta a prueba de una manera muy pública. Leticia anunció durante la cena que se celebraría la gala anual de beneficencia de las empresas de La Vega.
Es una tradición, dijo mirando a Damián. Y es crucial que te vean fuerte, recuperado. Disipará los rumores sobre tu salud que están perjudicando nuestras acciones. Damián asintió lentamente. De acuerdo. Iremos. Iremos, repitió Leticia, su ceja perfectamente arqueada levantándose. Sí, dijo Damián, su mirada encontrando la de Elena al otro lado de la mesa.
Mi esposa y yo. El silencio que cayó sobre el comedor fue ensordecedor. Ricardo casi se ahoga con su vino. Leticia miró a Elena con puro veneno en los ojos. Ella no puede ir, Siseo. Leticia, no tiene la crianza adecuada. No sabe cómo comportarse. Avergonzará a la familia.
Entonces la enseñaré, replicó Damián con una finalidad que no admitía discusión. Es mi esposa. Estará a mi lado. Prepara un vestido para ella. El mejor. Esa noche en la biblioteca Elena lo enfrentó. ¿Por qué hiciste eso? Tu madre me odia. Será un desastre. Damián se recostó en su silla, observándola con una sonrisa burlona. Precisamente es hora de que todos entiendan tu nueva posición.
Eres la señora de la Vega. Mi madre aprenderá a aceptarlo. Y mis enemigos, bueno, es útil mantenerlos desequilibrados. Se levantó y caminó hacia ella. Además, el papel requiere que luzcas la parte. Y yo, esposa mía, voy a disfrutar mucho vistiéndote.
Fiel a su palabra, al día siguiente, la mansión se llenó de diseñadores y joyeros. Damián supervisó personalmente cada elección. Rechazó docenas de vestidos antes de elegir uno, un vestido de seda de color verde esmeralda que complementaba su cabello oscuro y sus ojos color miel. Era elegante, sofisticado y increíblemente sensual, con una espalda descubierta que la hizo sonrojarse.
Este, dijo Damián, su voz dejando claro que no había opción. Mientras ella estaba de pie frente al espejo, él se acercó por detrás para abrochar un collar de diamantes y esmeraldas alrededor de su cuello. Sus dedos rozaron la piel sensible de su nuca y Elena se estremeció. Sus ojos se encontraron en el espejo. Su expresión era intensa, ardiente.
“Para que actúes como mi esposa, primero debes sentirte como una”, susurró en su oído, su aliento caliente enviando escalofríos por su columna vertebral. “Debes irradiar confianza. Debes hacer que todos los hombres en esa habitación te deseen y que todas las mujeres te envidien.
” Su mano bajó por su espalda desnuda, deteniéndose justo por encima del comienzo de la curva de su cadera. Fue un toque posesivo, audaz. Y debes recordar que eres mía, añadió. Su voz era un ronroneo bajo y peligroso. Solo mía. El corazón de Elena latía con una mezcla de miedo y una excitación prohibida. Esto era parte del acto, se dijo a sí misma. Solo una actuación.
Pero su cuerpo no parecía entender la diferencia. La noche de la gala llegó como un juicio inminente. Elena se sentía como una impostora, una muñeca vestida para un papel que no sabía cómo interpretar. Damián entró en su habitación mientras ella se daba los últimos toques. Se veía increíblemente apuesto en un smoking hecho a medida que acentuaba sus hombros anchos y su altura.
se detuvo en seco al verla y por un momento la máscara de frialdad se desvaneció, reemplazada por una admiración genuina y ardiente que le robó el aliento. “Casi”, dijo él, su voz ronca, “casi me haces creer que este matrimonio fue idea mía.” Se acercó y le ofreció el brazo. Recuerda las reglas. Sonríe.
No hables a menos que te hablen. Mírame a mí como si fuera el centro de tu universo y no te alejes de mi lado. Entendido. Entendido susurró ella tomando su brazo. Su toque era firme, seguro. El salón de baile del hotel estaba lleno de la élite de la ciudad. Todas las miradas se volvieron hacia ellos cuando entraron.
Dio los susurros, las miradas curiosas. se aferró al brazo de Damián, su única ancla en un mar de juicios. Damián los navegó con una facilidad depredadora, saludando a socios comerciales, ignorando a rivales. Cada vez que alguien miraba a Elena con demasiada curiosidad, la mano de Damián en la parte baja de su espalda la acercaba más a él, un gesto sutil pero inconfundible de posesión.
La pesadilla se materializó en la forma de Sofía Montenegro, que se acercó a ellos con una sonrisa venenosa. Llevaba un vestido rojo brillante que gritaba, “¡Mírame, Damián, querido, me enteré de tu milagrosa recuperación y de tu matrimonio de conveniencia”, dijo lanzando a Elena una mirada de desprecio.
“Dime, ¿ya te aburriste de tu enfermera?” Antes de que Elena pudiera sentir la punzada de la humillación, la respuesta de Damián fue rápida y cortante como el hielo. Sofía, qué desagradable sorpresa. Debo corregirte. Esta no es mi enfermera, es mi esposa, Elena. La mujer que a diferencia de otras estuvo a mi lado cuando realmente importaba. Ahora, si nos disculpas, mi esposa y yo tenemos que saludar a gente importante.
Tiró de Elena, dejando a Sofía con la boca abierta y la cara roja de furia. Elena lo miró estupefacta. Me defendiste dijo en voz baja. La sonrisa de Damián fue cínica. Por supuesto que te defendí. Es mi nombre el que llevas. Un insulto para ti es un insulto para mí. No lo malinterpretes. Todo es parte del juego.
Pero sus palabras no coincidían con la feroz protección que ella había visto en sus ojos. Cuando la orquesta comenzó a tocar un bals, Damián la guió a la pista de baile. “No sé bailar”, confesó ella en pánico. “Pues aprenderás ahora”, dijo él colocando una mano en su cintura y tomando la otra. La acercó tanto que sus cuerpos estaban casi pegados. Solo sígueme.
Al principio sus movimientos eran rígidos y torpes, pero él la guiaba con una firmeza segura. Lentamente, ella comenzó a relajarse, a dejarse llevar por la música y su guía. Su mano en su cintura era un fuego ardiente. Sus cuerpos se movían como uno solo. Él inclinó la cabeza, su boca cerca de su oído. “Te ves hermosa esta noche, Elena”, susurró las palabras enviando una deliciosa onda de choque a través de ella. “Demasiado hermosa. Veo cómo te miran los demás y no me gusta.
” Sus palabras eran posesivas, teñidas de unos celos que no tenía derecho a sentir, pero que a ella le encantaron. Olvidó dónde estaban. Olvidó que todo era una farsa. Por unos minutos mágicos solo eran un hombre y una mujer perdidos en la música y en la mirada del otro. Cuando la canción terminó, se quedaron inmóviles por un momento, sus alientos mezclándose, sus ojos fijos el uno en el otro. La ilusión se rompió cuando Ricardo se acercó.
Damián, primo, Luz es fantástico. Y Elena, estás deslumbrante, dijo con su sonrisa aceitosa. ¿Me permitirías un baile? Damián se tensó. Su agarre en la cintura de Elena se apretó. Mi esposa está cansada. Quizás más tarde. Pero Elena vio su oportunidad. Esta era su misión. se forzó a sonreír a Ricardo. Me encantaría. La expresión de Damián se oscureció, pero la soltó.
Mientras bailaba con Ricardo, Elena mantuvo la conversación ligera, pero sus sentidos estaban en alerta máxima. Ricardo la sujetaba con demasiada familiaridad. “Debes estar tan feliz de que Damián esté de vuelta”, dijo Ricardo. “Aunque las cosas deben ser complicadas. Estaba muy unido a Sofía antes del accidente. “Una pena que no recuerde nada. Una pena”, preguntó Elena inocentemente.
Bueno, sí. Sofía era predecible. Damián sabía qué esperar de ella. Ahora todo es nuevo, pero ten cuidado. El temperamento de mi primo es legendario. Puede ser destructivo cuando se siente traicionado. Era una advertencia o una amenaza. Después del baile, Elena se excusó para ir al tocador. Su corazón latía con fuerza.
La amenaza velada de Ricardo la había asustado. En su camino de regreso, tomó un pasillo equivocado y se encontró en una zona de servicio tranquila. Fue entonces cuando lo escuchó. La voz de Ricardo, baja y urgente, proveniente de una puerta entreabierta. Sí, el pago se realizó. Por la información adicional, fue impecable. Nadie sospecha que los frenos fueron manipulados para fallar de forma intermitente.
Parecía un simple accidente por exceso de velocidad, justo como planeamos. Damián está de vuelta, sí, pero está distraído. Su nueva esposa es una distracción perfecta. Ahora es el momento de movernos con la siguiente fase. Me aseguraré de que no vuelva a sentarse en esa silla de director general. Elena se llevó una mano a la boca para ahogar un grito. El mundo se inclinó bajo sus pies.
No fue un accidente, fue un intento de asesinato. Y Ricardo, el primo encantador y servicial, era el cerebro detrás de todo. Un escalofrío helado de terror puro la recorrió. Ya no era solo un espía en una guerra familiar por dinero y control. Se había topado con algo mucho más oscuro y mortal. Ricardo era un asesino y ella ahora sabía su secreto.
Salió de su escondite y corrió sin importarle quién la viera. Tenía que encontrar a Damián. Tenía que advertirle. Lo encontró en el balcón, mirando la ciudad con una copa de whisky en la mano. Su expresión era sombría. ¿Dónde estabas?, preguntó bruscamente al verla. Ella no pudo hablar.
Estaba temblando, las palabras atascadas en su garganta por el pánico. ¿Qué pasa? Estás pálida como un fantasma, dijo él, su tono cambiando de la ira a la preocupación. Dejó su copa y la agarró por los hombros. Elena, habla. Ricardo jadeó ella. Escuché, oí a Ricardo hablando por teléfono. Damián, tu accidente no fue un accidente. La expresión de Damián cambió, volviéndose mortalmente seria.
¿Qué escuchaste exactamente? Con voz temblorosa, le repitió palabra por palabra lo que había oído sobre los frenos manipulados, el pago, el plan para quitarle el control de la empresa. A medida que hablaba, vio como la comprensión y luego una furia glacial y aterradora se apoderaban de los rasgos de Damián.
El hombre que la había tratado con ternura y celos en la pista de baile desapareció, reemplazado por el tiburón del que había oído hablar, un depredador que acababa de descubrir que la serpiente había estado en su propio nido. Cuando terminó, él permaneció en silencio durante un largo momento, su agarre en sus hombros tan fuerte que dolía. Luego la soltó y caminó hacia el borde del balcón, dándole la espalda.
El aire crepitaba con su rabia contenida. Siempre lo supe”, dijo finalmente. Su voz era un gruñido bajo y peligroso que vibraba con una furia asesina. Sabía que había algo mal. Las pesadillas, fragmentos de memoria que no tenían sentido. Un coche negro siguiéndome ese día, pero no tenía pruebas.
Se volvió para mirarla y la intensidad de su mirada la hizo retroceder un paso. Había algo nuevo en sus ojos cuando la miró. respeto. Arriesgaste mucho al escuchar. Arriesgaste todo al venir a contármelo. “Eres eres mi esposo”, susurró ella, las palabras sintiéndose verdaderas por primera vez.
Él Él intentó matarte y ahora intentará silenciarte si descubre que lo sabes dijo Damián, su tono protector y feroz. Dio los dos pasos que lo separaban y la acorraló contra la pared del balcón. puso sus manos a cada lado de su cabeza atrapándola. Se acabaron los juegos, Elena. Esto ya no se trata de la deuda de tu padre o de mi venganza contra mi madre. Se trata de supervivencia. Nuestra supervivencia.
Ricardo no se detendrá ante nada para conseguir lo que quiere. me quiere muerto o incapacitado y a ti, a ti te ve como un obstáculo. Elena lo miró, su miedo luchando contra la extraña sensación de seguridad que le daba su proximidad. ¿Confías en mí? Dijo, no como una pregunta, sino como una constatación. Creo lo que me dices.
Él asintió lentamente. Sus ojos nunca abandonaron los de ella. Tu voz fue lo único en lo que confié durante seis meses en la oscuridad. Supongo que algunas cosas no cambian. Inclinó la cabeza, su frente apoyada contra la de ella. A partir de ahora, no te separarás de mi lado. No estarás sola ni un segundo.
No confiarás en nadie, ¿me oyes? En nadie más que en mí. No hasta que haga que Ricardo pague por lo que hizo. La dinámica entre ellos se había transformado irrevocablemente. Ya no eran chantajista y víctima. Ya no eran un matrimonio falso actuando para el mundo. Eran aliados, unidos por un peligro mortal. Él la estaba protegiendo y ella le había dado el arma que necesitaba para su venganza.
Tengo miedo, Damián, confesó ella en un susurro. Su respuesta no fue una palabra, sino una acción. Bajó la cabeza y la besó. Esta vez no había ira ni castigo en el beso. No era para marcar territorio ni para demostrar poder. Fue un beso lleno de una urgencia desesperada, de una vulnerabilidad compartida.
Fue el beso de dos personas solas en medio de una tormenta, encontrando un refugio momentáneo la una en la otra. fue posesivo, sí, pero de una manera que decía, “No dejaré que te hagan daño.” Cuando se separaron, ambos estaban sin aliento. “No tengas miedo”, dijo él. Su voz era una promesa grave.
No le tengo miedo a mi primo, pero él él debería empezar a tenerme mucho miedo a mí. agarró su mano, sus dedos entrelazándose con los de ella en un agarre firme y seguro. Vamos, esposa mía, es hora de volver a la fiesta. Tenemos que actuar como si no supiéramos nada y sonreír. Sonreír como si fuéramos la pareja más feliz del mundo mientras planeamos cómo destruir al hombre que intenta arrebatárnoslo todo.
Al regresar al salón de baile de la mano, con sonrisas perfectamente elaboradas en sus rostros, nadie podía haber adivinado la verdad mortal que compartían. A los ojos de todos eran el poderoso Damián de la Vega y su misteriosa y bella esposa, pero en realidad eran dos soldados que acababan de declarar una guerra secreta. Y Elena sabía, con una certeza que le helaba los huesos, que antes de que todo terminara se derramaría sangre.
La pregunta era, ¿de quién sería? La vuelta a la mansión después de la gala fue un viaje silencioso y cargado de una energía completamente nueva. Elena ya no era la prisionera asustada sentada junto a su captor. Era una coconspiradora. Y Damián ya no era el amo frío y calculador. Era un hombre cuya vida ella acababa de salvar por segunda vez.
Al entrar en el gran vestíbulo, Damián despidió al personal con un gesto cortante. Una vez que estuvieron solos, bajo la luz del enorme candelabro de cristal, se volvió hacia ella. Su rostro era una máscara de furia contenida, pero sus ojos, al mirarla, contenían algo más, una vulnerabilidad que nunca antes le había mostrado.
Sin decir una palabra, la atrajó hacia él y la abrazó con fuerza, hundiendo su rostro en su cabello. El abrazo la tomó por sorpresa. Era un gesto de pura y desesperada gratitud, un ancla en la tormenta de su rabia. Elena se relajó en sus brazos, rodeándolo con los suyos, sintiendo la tensión de sus músculos bajo el fino tejido de su chaqueta.
“Gracias, Elena”, susurró contra su pelo, su voz ronca de emoción. “Ariesgaste tu vida por mí esta noche. No podía dejar que no podía dejarte seguir viviendo con una serpiente como él, sin que lo supieras”, respondió ella, su voz ahogada contra su pecho. Se separaron lentamente, pero él no soltó sus manos. Mi plan era exponerte, usarte para mis propios fines y luego descartarte.
Pagué la deuda de tu padre para comprar tu lealtad temporal. Fui cruel. Fui injusto. La miró directamente a los ojos, suplicando su comprensión. Pero ahora todo ha cambiado. No eres un peón en mi juego. Eres mi reina, la única pieza del tablero en la que puedo confiar. Elena sintió que el corazón se le encogía ante la intensidad de su confesión.
Damián, yo empezó, pero no sabía qué decir. Él le puso un dedo en los labios para silenciarla. No digas nada todavía. Sé que no te he dado ninguna razón para que sientas algo por mí más que miedo u odio. Pero te pido, Elena, que me des una oportunidad. Déjame protegerte. Ayúdame a desenmascarar a mi primo y cuando todo esto termine, te prometo que te daré la libertad que mereces.
Si quieres irte te dejaré ir sin deudas, sin obligaciones. La oferta la sorprendió. Libertad. La idea que antes había sido su único anhelo, ahora le dejaba un extraño vacío. Realmente quería irse? Y si no quiero irme”, susurró las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas. Una lenta sonrisa se dibujó en los labios de Damián.
Una sonrisa genuina que transformó su rostro, borrando la dureza y revelando al hombre cautivador que las fotos apenas insinuaban. Bueno, dijo, su voz era un ronroneo bajo y seductor. Entonces, tendremos que discutir los términos de un nuevo contrato, uno que no esté basado en deudas, sino en otros beneficios. La tensión romántica entre ellos era tan densa que podía sentirla vibrar en su piel.
Él se inclinó, su intención era clara. Quería volver a besarla y esta vez ella lo deseaba tanto como él. Pero justo en ese momento, el sonido de pasos en la escalera de Marmon los hizo separarse bruscamente. Leticia descendía envuelta en una bata de seda con el rostro marcado por la preocupación. Damián, ¿por qué tardaron tanto? ¿Sucedió algo en la gala? Sofía me llamó histérica diciendo que la habías humillado.
Los ojos de Damián se volvieron fríos como el hielo. Al instante. Humillé a una mujer que insultó a mi esposa. Acostúmbrate, madre. Elena es la señora de esta casa y exijo que sea tratada con el respeto que merece. Está claro. Leticia miró a Elena, su mirada destilando un odio puro. Ha sido muy lista, ¿verdad? Siseo, te has metido en su cabeza, lo has puesto en mi contra.
Elena no ha hecho nada más que ser la esposa leal que tú misma elegiste para mí, replicó Damián. Ahora si nos disculpas, estamos cansados. Tomó la mano de Elena y la guió escaleras arriba, dejando a Leticia hirviendo de furia en el vestíbulo. A partir de esa noche, su alianza se solidificó. Damián insistió en que Elena se mudara de la habitación de invitados contigua a su propio dormitorio. Ricardo es peligroso.
No voy a dejarte sola en una ala separada de la casa. Te quedarás aquí donde pueda verte. Oficialmente ella dormiría en un diván de lujo que instalaron en el amplio dormitorio. Pero la intimidad forzada era una tortura dulce. Compartían el mismo espacio, respiraban el mismo aire. Ella lo veía prepararse por la mañana con el torso desnudo y el pelo húmedo de la ducha, la visión de sus músculos definidos y la cicatrices del accidente haciendo que su pulso se acelerara.
Él la veía por la noche con el pelo suelto y un simple camisón de seda, su silueta recortada contra la luz de la luna y ella podía sentir sus ojos sobre ella, oscuros y llenos de un anhelo que luchaba por controlar. Sus conversaciones nocturnas en la biblioteca continuaron, pero ahora el tono era diferente.
Ya no eran interrogatorios, eran sesiones de estrategia. “No podemos ir a la policía”, dijo Damián caminando de un lado a otro. La palabra de Elena contra la de él. Necesitamos pruebas irrefutables. Una confesión. Nunca confesará”, dijo Elena mordiéndose el labio.
“Es demasiado astuto, entonces tenemos que provocarlo”, replicó Damián deteniéndose para mirarla. “Tenemos que hacerlo sentir acorralado, que cometa un error.” Y así comenzó un sutil juego del gato y el ratón. Damián empezó a dejar caer pistas de que su memoria estaba volviendo. En el desayuno, mencionaba casualmente, tuve el sueño más extraño anoche.
Estaba conduciendo y un coche negro me seguía. ¿No es curioso? Observaba la reacción de Ricardo sobre el borde de su taza de café, notando el casi imperceptible tic en su ojo. Elena, por su parte, desempeñó su papel a la perfección. se convirtió en la esposa devota y ligeramente ingenua.
Le hacía a Ricardo preguntas inocentes sobre el negocio, sobre los viajes de Damián, con la esperanza de que revelara algo. Damián era tan imprudente, le dijo Ricardo un día con falsa simpatía. Siempre le dije que condujera más despacio en esa carretera de montaña. Es una pena que su amor por la velocidad le costara tanto. Elena sintió un escalofrío, pero le sonrió dulcemente.
Sí, es una suerte que sobreviviera. Es un milagro. A veces pienso que alguien me estaba cuidando. La creciente cercanía entre Damián y Elena no pasó desapercibida. Ricardo los observaba con una suspicacia cada vez mayor, mientras que Leticia se volvía más hostil. Un día, Leticia la arrinconó en el invernadero. No sé qué juego estás jugando, pero no va a funcionar, le dijo.
Su voz era baja y amenazadora. Puede que hayas engañado a mi hijo con tu cara de inocente, pero yo sé lo que eres. Eres una arribista y te aseguro que en cuanto Damián se canse de ti, me encargaré de que te vayas de aquí sin nada. Lo único que quiero es que su hijo esté a salvo, respondió Elena con calma, aunque su corazón la tía con fuerza. La risa de Leticia fue amarga.
A salvo. Cariño, en esta familia nadie está nunca a salvo. El peligro se hizo real una tarde. Elena estaba en la biblioteca buscando un libro en una estantería alta. se subió a una escalerilla de madera para alcanzarlo. De repente sintió que la escalerilla se tambaleaba violentamente, como si alguien la hubiera empujado.
Perdió el equilibrio y cayó hacia atrás con un grito, esperando el dolor del impacto contra el suelo de mármol. Pero en lugar de eso, aterrizó en unos brazos fuertes. Damián la había atrapado. La sostuvo contra su pecho, su corazón martillando tan fuerte como el de ella. ¿Estás bien? Preguntó su voz llena de pánico.
En el umbral de la biblioteca vio una sombra que se retiraba rápidamente. Era Ricardo. Él, la escalerilla balbuceó Elena, todavía temblando. Se lo que vi, gruñó Damián. Su rostro se oscureció con una furia asesina. La levantó en brazos como si no pesara nada y la llevó a su habitación cerrando la puerta con una patada.
la sentó suavemente en la cama y luego comenzó a caminar de un lado a otro como un animal enjaulado. Esto ha ido demasiado lejos. Pudo haberte matado. Iba a esperar el momento perfecto, reunir todas las pruebas, pero al con eso voy a matarlo. No, Damián, gritó Elena poniéndose de pie. No puedes. Si lo haces, te convertirás en él. No dejes que te arrastre a su nivel. Hay otra manera.
Dijiste que teníamos que provocarlo, ¿verdad? Pues hagámoslo. Él se detuvo mirándola, su pecho subiendo y bajando por la rabia. Tenemos que organizar una reunión familiar, continuó ella, la idea formándose en su mente. Sobre el futuro de la empresa. Invita a los abogados y asegúrate de que tu padre esté allí. Damián la miró con escepticismo.
Mi padre apenas puede hablar. Leticia lo mantiene sedado la mitad del tiempo. He estado visitándolo confesó Elena en voz baja. A escondidas de tu madre. Marta, la enfermera de confianza, me deja entrar. Él no puede hablar bien, Damián, pero su mente está clara y está intentando decirme algo.
Sigue dibujando con la mano temblorosa la misma imagen una y otra vez. Un coche y un bolígrafo. Creo que vio algo. Creo que Ricardo le hizo firmar algo cuando tú estabas en el hospital. Los ojos de Damián se abrieron de par en par con la comprensión. Su furia se transformó en un enfoque helado y calculador. Miró a Elena con una admiración renovada. “Eres increíble”, dijo.
Su voz era un susurro asombrado. Se acercó a ella y le acarició la mejilla con una ternura que la hizo contener la respiración. De acuerdo. Haremos las cosas a tu manera. Organizaremos una reunión. Pero si algo sale mal, si intentas y quiera tocarte de nuevo, lo destrozaré con mis propias manos. Entendido. Entendido dijo ella.
Su rostro estaba a centímetros del de ella. La atmósfera en la habitación crepitaba de tensión, pero esta vez no era por el miedo, sino por el deseo. Él había estado manteniéndose a distancia, luchando contra la atracción, pero el miedo a perderla lo había roto. “No puedo seguir con esto, Elena”, susurró, su voz cargada de una emoción cruda.
“No puedo seguir fingiendo que no me afecta que duermas al otro lado de esta habitación. No puedo fingir que no quiero cruzarla cada noche y meterme en tu cama. Entonces no finjas, respondió ella, su voz apenas audible. No quiero que finjas más. Esa fue toda la invitación que él necesitó.
Su boca se encontró con la de ella en un beso que fue a la vez explosivo y tierno. Fue la culminación de meses de anhelo, miedo y alianza. Era un beso que sellaba su pacto, no como espías, sino como hombre y mujer. Sus brazos la rodearon, aplastándola contra su cuerpo duro, mientras sus labios se movían juntos con una familiaridad desesperada. Sus manos se enredaron en su cabello, mientras que las de ella se aferraron a su camisa atrayéndolo más cerca.
No hubo más palabras. No las necesitaron. Aquella noche no durmieron separados y en los brazos del otro, en la quietud de la noche encontraron algo más que pasión. Encontraron un santuario, un refugio donde por fin podían ser vulnerables, donde el monstruo que acechaba fuera de la puerta no podía alcanzarlos. El día de la reunión llegó con una atmósfera de tormenta inminente.
El despacho de Damián, normalmente un lugar de poder y control, se sentía como un tribunal. Estaban presentes Damián, Elena a su lado, Leticia con una expresión de gélida desaprobación y Ricardo, cuya sonrisa habitual parecía tensa en los bordes. El abogado de la familia, el señor Morales, un hombre mayor y de rostro adusto, se sentó a la cabeza de la mesa.
El golpe de efecto final fue cuando Marta entró empujando la silla de ruedas de don Matías de la Vega. El patriarca se veía frágil, pero había un fuego en sus ojos que no había estado allí. Antes Leticia se puso de pie de un salto. ¿Qué está haciendo él aquí? Se supone que debe estar descansando. Mi padre asistirá a esta reunión, dijo Damián con una voz que no dejaba lugar a la discusión.
Después de todo, se trata del legado que él construyó. Comenzó la reunión discutiendo cifras, proyecciones de mercado, un preámbulo aburrido diseñado para bajar la guardia de Ricardo. Luego, Damián se puso de pie y ahora al asunto principal.
Ha llegado a mi conocimiento que se han realizado importantes transferencias de fondos a cuentas en el extranjero desde nuestra división de inversiones. Transferencias no autorizadas. Los ojos de Ricardo se abrieron ligeramente. Debes estar equivocado, primo. Yo mismo superviso esas cuentas. Todo está en orden. No, no lo está, dijo Damián deslizando una carpeta sobre la mesa.
Estas son copias de las transacciones y todas ellas fueron autorizadas por una firma que parece ser la de mi padre. Una firma hecha poco después de mi accidente, cuando él estaba, según los informes médicos, apenas consciente. Leticia jadeó. Ricardo se puso pálido. Tu padre me dio su consentimiento. Quería que protegiera los activos de la familia mientras tú estabas. Indispuesto.
Y mentira. La palabra salió de don Matías como un grito ahogado. Todos se giraron para mirarlo. Con una mano temblorosa señaló a Ricardo, su rostro contorsionado por el esfuerzo y la rabia. “Tú, tú, ladrón.” Damián continuó, su voz fría como el acero. También tuve un sueño recurrente, Ricardo, sobre mi accidente, sobre un coche negro siguiéndome, curiosamente, un coche idéntico al que tú alquilaste esa semana bajo un nombre falso.
Contraté a un investigador privado. Es sorprendente lo que la gente está dispuesta a decir por el precio adecuado. como un mecánico descontento que recuerda haber sido pagado generosamente para instalar una pequeña modificación en el sistema de frenos de mi coche. El color desapareció por completo del rostro de Ricardo. Miró a su alrededor buscando una salida como un animal atrapado. Es una locura.
¿No tienes pruebas? Oh, pero las tengo. Dijo Elena hablando por primera vez. colocó su teléfono sobre la mesa y pulsó un botón. La voz de Ricardo llenó la sala clara y nítida. Nadie sospecha que los frenos fueron manipulados para fallar de forma intermitente. Damián está de vuelta, sí, pero está distraído.
Su nueva esposa es una distracción perfecta. Era la grabación de la llamada que había escuchado en la gala. Ricardo se levantó de un salto. Su silla cayó hacia atrás. Tú. le gritó a Elena, sus ojos llenos de un odio asesino. Pequeña zorra entrometida. Voy a matarte. Se abalanzó sobre la mesa hacia ella, pero Damián fue más rápido.
En un instante estaba fuera de su silla, interceptando a Ricardo con una fuerza brutal que lo envió volando contra la pared. El señor Morales ya estaba llamando a la policía. Ricardo yacía en el suelo derrotado, pero la pesadilla aún no había terminado. Damián se volvió hacia su madre, quien estaba sentada, congelada. Su rostro era una máscara de horror.
“¿Y tú, madre?”, dijo Damián. Su voz goteaba de una traición insondable. “Tú lo sabías. Tal vez no lo planeaste, pero lo sabías. Sospechabas de él y no dijiste nada. Me dejaste en coma, me casaste con una extraña y te preparaste para tomar el control junto a él. Los ojos de Leticia se llenaron de lágrimas. Lo hice por la familia, soyoso.
Ricardo era fuerte. Tú eras débil. La empresa necesitaba un líder, no un inválido. Cada palabra era una daga en el corazón de Damián. La revelación final, la traición de su propia madre, fue peor que el intento de asesinato de su primo. El silencio que siguió fue roto por las sirenas que se acercaban.
Ricardo fue arrestado y sacado de la casa, gritando amenazas y maldiciones. Leticia se quedó sentada, una mujer rota cuyo imperio se había derrumbado a su alrededor. “Fuera”, le dijo Damián, su voz desprovista de toda emoción. “Sal de mi casa! Ya no eres mi madre, no eres nada para mí.
Sin decir una palabra más, Leticia de la Vega se levantó y salió del despacho, una reina despojada de su corona, su reino y su hijo. La habitación quedó en silencio. Damián se quedó de pie, mirando por la ventana con la espalda rígida por el dolor y la traición. Elena se acercó a él y le puso una mano suave en la espalda. Él se estremeció, pero no se apartó. Don Matías, desde su silla, extendió su mano temblorosa y la puso sobre la de Elena.
Tres personas destrozadas por la ambición y la mentira, unidas en el comienzo de su curación. La guerra había terminado, habían ganado, pero las cicatrices sabían permanecerían para siempre. Un año después, la mansión de la Vega era un lugar irreconocible. El frío y el silencio habían sido reemplazados por risas y calidez.
Las cortinas pesadas fueron reemplazadas por otras más ligeras que dejaban entrar la luz del sol. En el jardín se celebraba una pequeña ceremonia. Damián y Elena estaban renovando sus votos. Esta vez no había contratos ni hospitales, solo la promesa de amor eterno frente a un puñado de amigos cercanos y un don Matías visiblemente recuperado que observaba con lágrimas de alegría en los ojos.
Damián tomó las manos de Elena entre las suyas. “Me casé contigo por obligación en la oscuridad”, dijo, su voz firme y llena de amor. “Hoy me caso contigo por elección en la luz. Salvaste mi vida, Elena. Me enseñaste que la verdadera fuerza no está en el control o el poder, sino en la confianza, el perdón y el amor.
Me despertaste de un coma, pero también despertaste mi corazón. Te amo. Elena, con lágrimas corriendo por sus mejillas, respondió, “Yo me casé con tu fantasma, Damián, pero me enamoré del hombre. Me mostraste que incluso en la jaula más oscura se puede encontrar la libertad si tienes a alguien que luche a tu lado. Prometo luchar a tu lado, amarte y protegerte todos los días de mi vida.
Se besaron un beso lleno de la paz y la alegría que tanto les había costado ganar. Más tarde esa noche estaban en el balcón mirando las estrellas. Damián rodeó a Elena con sus brazos por detrás, descansando sus manos sobre su vientre. Siento que todo ha sido un sueño, una pesadilla de la que finalmente hemos despertado”, dijo ella apoyando la cabeza en su hombro.
“Fue una pesadilla, coincidió él, pero nos llevó hasta aquí, a nuestro propio final de cuento de hadas.” Elena sonrió y se giró en sus brazos para mirarlo. Hablando de cuentos de hadas y nuevos comienzos, dijo con un brillo juguetón en los ojos. tomó su mano y la apretó con más firmeza sobre su vientre. Parece que nuestra familia está a punto de crecer.
Damián se quedó inmóvil por un segundo, procesando sus palabras. Luego, la comprensión amaneció en su rostro, seguida de una expresión de pura y abrumadora alegría. la levantó en brazos, haciéndola girar, sus risas llenando el aire nocturno. El hombre que fue traicionado por su propia familia, a quien le intentaron robar todo, creyendo que su vida había terminado en la oscuridad de un coma.
Pero cuando una mujer forzada a ser su esposa le dio un beso, no por deber, sino por compasión, le devolvió no solo la vida, sino la oportunidad de construir una nueva. La historia de Damián y Elena es un poderoso recordatorio de que a veces los actos más pequeños de bondad pueden provocar los milagros más grandes y que el amor verdadero no se encuentra, sino que se forja en el fuego de la adversidad.
Su viaje nos enseña que las segundas oportunidades no son para recuperar lo que perdimos, sino para convertirnos a través de la lealtad y el coraje en las personas que siempre debimos ser.