Tres mujeres se disputan el corazón de un multimillonario, pero su hijo hace un gesto inesperado…

Los candelabros brillaban en el gran vestíbulo de la mansión de Alexander Morton, su luz dorada extendiéndose sobre el suelo de mármol. Aquella noche, el multimillonario viudo había organizado una reunión inusual: ni una gala ni una negociación de negocios, sino algo mucho más personal.

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Tres mujeres, cada una elegante y extraordinaria a su manera, estaban frente a él. Julia, con sus rizos oscuros y su vestido carmesí; Isabella, majestuosa en seda esmeralda; y Sophia, grácil en satén rosa empolvado. Las tres sabían lo que estaba en juego. Conquistar el corazón de Alexander significaba entrar en una vida de riqueza e influencia inconmensurables… y convertirse en la madrastra de su único hijo, Daniel.

Daniel, de poco más de un año, trotaba sobre la alfombra cerca del rincón del salón, balbuceando alegremente para sí mismo. Alexander lo observaba con ternura, aunque mantenía su corazón cauteloso. Había perdido a su esposa demasiado pronto, y si bien la fortuna podía comprar casi todo, nunca reemplazaría el calor del amor materno en la vida de su hijo.

Y entonces ocurrió.

Daniel se aferró al borde de una silla baja; su pequeño cuerpo temblaba de determinación. Lentamente —vacilante— soltó el agarre y dio sus primeros pasos inseguros. La sala se quedó inmóvil, todas las miradas cautivadas por el pequeño que buscaba su equilibrio.

— ¡Dios mío… camina! —exclamó Julia levantándose de un salto.

Casi de inmediato, las tres mujeres se arrodillaron con gracia, sus brazos cubiertos de joyas extendidos hacia el niño. Sus voces, dulces y melosas, se superpusieron en llamados cariñosos.

— Ven aquí, mi tesoro —lo llamó Isabella.
— Camina hacia mí, cariño —añadió Sophia con una sonrisa impecable.
— Por aquí, Daniel —insistió Julia, extendiendo la mano más lejos que las otras.

El pecho de Alexander se hinchó de orgullo, pero el malestar persistía. El logro de su hijo se había transformado en una competencia velada, cada una intentando ganarse el afecto del bebé como si se tratara de la prueba definitiva.

Daniel parpadeó, sus grandes ojos azules llenos de curiosidad. Por un instante pareció que se lanzaría a los brazos de alguna de ellas. Pero de pronto… se dio la vuelta.

Con pasos vacilantes rodeó los vestidos relucientes y las sonrisas corteses. Su mirada se fijó en el rincón de la sala, donde María, la joven doncella, se había arrodillado para recoger los juguetes esparcidos.

— Danny… —murmuró ella, sorprendida, extendiendo las manos por reflejo.

Antes de que nadie pudiera reaccionar, el pequeño se lanzó y se dejó caer en sus brazos, enterrando su rostro en su uniforme como si hubiera encontrado el lugar más seguro del mundo.

La sala se quedó inmóvil.

Las sonrisas de las tres mujeres vacilaron. El aliento de Alexander se cortó.

En un instante, el pequeño había elegido —ni a su padre, ni a las pretendientes adineradas— sino a la sirvienta que lo amaba sin esperar nada a cambio.

Un largo silencio se instaló. Julia forzó una risa, la voz quebrada.
— Bueno… los niños aman lo que les resulta familiar.

Isabella y Sophia intercambiaron una mirada breve, incómodas.

Pero la mirada de Alexander no se apartaba de María. Ella parecía aterrorizada, como si hubiera roto una regla tácita.
— Lo siento, señor —balbuceó ella, las mejillas encendidas—. Él… él simplemente vino hacia mí.

Sin embargo, Alexander vio la verdad en los pequeños brazos de Daniel aferrados a ella. No era casualidad. Era amor: un amor que no se enseña, no se compra, no se finge.

Más tarde, cuando las mujeres se hubieron ido, Alexander permaneció en el umbral de la habitación del niño. Adentro, María estaba sentada sobre la alfombra jugando al cucú-tras con Daniel. Las risas del pequeño llenaban la sala, puras y sin reservas. Hacía años que Alexander no oía una alegría así en su hijo.

Al final entró.
— María —dijo suavemente—, le debo más de lo que imaginaba.

Ella sacudió la cabeza.
— Solo he cumplido con mi deber, señor.

— No —corrigió Alexander con voz sincera—. Le ha dado lo que nadie más podía, lo que ni yo mismo podía. Seguridad. Amor. Una razón para sonreír.

Los ojos de María se abrieron de par en par, pero antes de que respondiera, Daniel volvió a extender los brazos hacia ella, balbuceando alegremente, como para darle la razón a su padre.

Aquella noche, Alexander renunció a la idea de alianzas concertadas y cálculos familiares. La riqueza, el estatus, las apariencias… todo aquello le pareció insignificante frente a la verdad que su hijo acababa de revelarle.

Al final, los primeros pasos de Daniel no lo llevaron hacia la fortuna ni la grandeza. Lo llevaron hacia el amor.

Y Alexander supo, con una certeza inquebrantable, que su hijo había hecho la elección correcta.