No hables… la pobre sirvienta salvó al jefe multimillonario después de descubrir lo que su cuñado intentaba hacer
El primer sonido que Epha escuchó no fue el trueno afuera, sino la voz de un hombre dentro de la casa. Serena, afilada, como el filo de un cuchillo. Se quedó inmóvil en el pasillo oscuro, con una bandeja de copas de plata equilibrada en sus manos. La mansión estaba en silencio, salvo por esa voz. Se inclinó un poco más.
—“Será fácil” —dijo el hombre—. “Ahora está sola. Tiene 50 años. Sin esposo, sin hijos. Su dinero pertenece a la familia. Yo soy la familia. Esta noche lo terminamos.”

El corazón de Epha latía con violencia en su pecho. La voz era de Patrick, el cuñado de Madame Verónica. Patrick vivía como un rey en la casa de Madame, aunque no poseía nada. Conducía sus coches, servía vino a sus invitados como si hubiera comprado él mismo las botellas, y a menudo presumía de conexiones que no tenía.
Pero esa voz era diferente. No era juguetona ni orgullosa. Era fría.
Epha pegó la espalda a la pared, cada músculo rígido. Lo oyó reír suavemente.
—“Ella confía demasiado en mí. Por eso funcionará. Una simple bebida. El médico dirá que fue estrés cardíaco. Nadie sospechará.”
La bandeja en sus manos temblaba. Las copas tintinearon entre sí. Contuvo la respiración, estabilizándolas antes de que se rompieran. La puerta se abrió con un crujido. Patrick salió, con el teléfono en la mano. Su rostro iluminado por la lámpara del pasillo. Era alto, vestía una camisa blanca con el cuello abierto. Sus labios se curvaron en una sonrisa torcida.
No la vio. Ella se había aplastado contra la pared, escondida en las sombras como si fuera parte de la pintura.
—“No te preocupes” —murmuró al teléfono mientras pasaba junto a ella—. “Mañana, todo será mío.”
Sus pasos se desvanecieron por las escaleras de mármol. Solo entonces Epha respiró de nuevo. Se volvió, con las piernas temblorosas, y se apresuró hacia el dormitorio de Madame Verónica. Tocó una vez, dos veces.
—“Adelante” —dijo suavemente Madame desde adentro.
Epha entró.
Madame Verónica estaba sentada junto a su tocador con una bata de encaje azul, las gafas bajas en la nariz, un cuaderno de bocetos de telas abierto sobre la mesa. Su belleza era serena, marcada por años de trabajo duro, con el cabello recogido en un moño.
—“Señora…” —dijo Epha, con la voz débil—. “Por favor, necesitamos hablar.”
Madame levantó la vista, sorprendida. Su doncella nunca le había hablado de esa forma. Epha cerró la puerta detrás de ella, dio unos pasos hacia adelante y susurró todo lo que había escuchado. Cada palabra le pesaba, pero se obligó a pronunciarlas.
Cuando terminó, el rostro de Madame Verónica se había puesto pálido. Miró a su criada por un largo instante, luego se quitó lentamente las gafas, como si intentara ver mejor la verdad sin ellas.
—“¿Estás segura?” —preguntó al fin, con voz temblorosa.
Epha asintió, las lágrimas presionando detrás de sus ojos.
—“Lo escuché yo misma, señora. Dijo que lo haría esta noche.”
Por un momento, el silencio llenó la habitación. Solo la lluvia golpeaba contra las ventanas. Entonces Madame se levantó. Enderezó su bata, se secó el rostro y susurró:
—“Le di todo. Abrí mis puertas, mi mesa, mi vida, y así me paga.”
Su voz se quebró, pero pronto la sostuvo con firmeza.
—“No podemos esperar. Debemos actuar ahora.”
(… relato continúa con la denuncia a la policía, el arresto de Patrick con pruebas en la mano, y el reconocimiento de Madame a la lealtad de Epha…)
Tras la caída de Patrick, la vida de Epha cambió para siempre. La humilde sirvienta que había arriesgado todo para salvar a su patrona, fue adoptada como hija y heredera. Madame Verónica le dio educación, protección y, sobre todo, amor.
Con los años, Epha se convirtió en directora de la empresa familiar, admirada por su humildad y fortaleza. El recuerdo de aquella noche seguía vivo, pero ahora como un símbolo de valentía.
Patrick, en desgracia, terminó pidiendo perdón. Madame Verónica lo perdonó, pero sin permitirle volver a acercarse. “El perdón es más fuerte que la venganza”, le enseñó a Epha.
Así, la muchacha que una vez barrió pasillos se transformó en la mujer que lideraba salones. Y siempre recordaba las palabras de Madame:
—“La familia no es solo sangre. Es amor.”